Desde hace varios años se ha instalado un cómodo discurso en boca de las cabezas de sectores políticos, económicos y sociales, que no reconoce su rol en el actual estado de cosas ni su responsabilidad en los resultados de sus acciones (especialmente cuando de fallas se trata); que gusta de señalar al resto como culpable olvidando su cuota de participación, especialmente si no se previno ni se preparó bien para una labor, improvisando a último minuto.
La oportunidad de seleccionar una nueva Corte Suprema de Justicia es una buena muestro de ello. Desde hace dos décadas se viene empleando un modelo de selección y elección de sus integrantes, que ha dejado un sinfín de lecciones aprendidas.
Desde aquel primer novedoso proceso, propiciado por uno de esos héroes improbables (2001-2002) y que los políticos acusaron de haber sido controlado por la sociedad civil, pasando por un accidentado segundo ejercicio (2008-2009) que crispó los ánimos republicanos y un tercero (2015-2016) plagado de intervencionismo, suspenso y pactos políticos ocultos.Producto del contexto de legítimos reclamos y presiones de aquel entonces, la reforma constitucional que llevó al novísimo procedimiento de una Junta Nominadora generó una nueva oportunidad para hacer las cosas distinto de como se habían hecho en el pasado: el Congreso Nacional se vería restringido a elegir solamente a aquellos miembros del Foro que hubieran pasado el tamiz de la Junta y no como lo hacía antes, sin consulta alguna ni rendición de cuentas.
Quizás se haya olvidado cómo los políticos de entonces alzaron el grito al cielo por la pérdida de esa potestad omnímoda. Nunca fue (ni ha sido) costumbre de nuestra clase política pedir opinión al gobernado.
Y he ahí que, efectivamente, se “obligaba” al Poder Legislativo a controlar sus excesos de poder y restringirlos a los límites incómodos de una nómina; no obstante, en el seno de la asamblea reposaba la última decisión, como rápidamente entendieron los representantes populares.Algo debía hacerse.
Aprovechándose de una característica conocida de los gremios e instituciones del país (cuyos miembros conforman bandos y simpatías según su raigambre partidaria, de viejo o nuevo cuño), tocaría hacer todo lo posible por ubicar parciales en las entidades integrantes del corpus nominandi.
Esto implicaba un ejercicio de planificación y estrategia, como quedó demostrado en la segunda y tercera elección, cuando uno de los partidos ya había acordado quiénes serían sus escogidos, independientemente de las negociaciones en la cámara.
Hoy, frente al desafío de la nominación de integrantes probos e independientes al Supremo Tribunal, vemos como hay premura en improvisar cambios normativos, que excusan un uso desprolijo del tiempo y la ausencia de realismo político para acometer este reto de Estado. Ante la improvisación que se percibe, solo queda confiar en héroes improbables: nuestra historia está llena de ellos y quizás se cuele más de uno en la Junta... y también en la Corte.