No había más espacio para prohibir en todo el recinto. Paredes, aparatos y puertas estaban invadidos por rótulos conminando a los presentes a no hacer, a restringir su accionar o sujetarse a ciertos comportamientos.
Tratándose de un hospital, varios de los requerimientos tenían lógica explicación: “solo puede permanecer una visita con los pacientes” y “prohibido ingresar alimentos, excepto líquidos autorizados”. Otro exigía SILENCIO (con mayúsculas), y se repetía con distintos diseños, en cada piso, en versiones horizontales y verticales.
Algunos revelaban la necesidad de controlar procederes poco o nada asépticos de propios y extraños: un cartelito prohibía “guardar alimentos” en la refrigeradora exclusiva para conservar medicamentos, mientras otro recordaba a los visitantes que algunos lavabos eran para el personal médico que atiende a quienes se recuperan.
El afán de prohibir estaba “instalado” por ahí y gozaba de proactivos simpatizantes. El uso del microondas cercano a la estación de enfermeras estaba prohibido para calentar agua, si ésta era para bañar a un friolento paciente; solo personal autorizado podría entrar o circular en áreas delimitadas, aunque no siempre con lógica fácil de comprender. Los no usar, no tocar y no moverse eran prácticamente ubicuos.
Antes de subir al piso sétimo donde se encontraba en recuperación nuestro ser querido, me encontré por doquier infinidad de señales parecidas. “Prohibido entrar”, “no ponga los pies en la pared”, “no orine aquí” (¡!), “no grite, respete a los pacientes”. Sentí aprehensión y me volví cauteloso con mis movimientos, el tono de mi voz y hasta dudé de la sensatez de mi presencia como visitante en un lugar tan notoriamente hostil, hasta que me percaté de algo que no andaba bien...
La mayoría de la gente ignoraba casi todas las prohibiciones. Entraban donde no era permitido, se hablaban a gritos, intentaban ingresar alimentos impunemente, se paraban “a la hondureña” colocando un pie contra la pared, atisbaban sin recato en las zonas restringidas.
Había grupos de hasta seis o siete visitantes alrededor de cada cama (incluso sentados), algunas oraban con alharaca o caminaban con desparpajo por donde les daba la gana (hasta que una enfermera mal encarada las reprendía por empujar un aparato, dificultar un procedimiento o incomodar a un enfermo).
Los rótulos que me intimidaban eran solo un desesperado e infructuoso intento de someter a la manada de inciviles que llegaban cada día y noche a invadir el sanatorio.
Un guardia avisó sin recato que debíamos retirarnos pues la hora de visita había concluido. Pasaron eternos minutos hasta que fue obedecido. A su flanco vi la heladera de medicinas e imaginé vívidamente cómo infinitas bacterias ignoraban la esterilidad en su interior, con ayuda de una pieza de pollo frito en descomposición.
Fue entonces que sentí prisa por irme de ahí. Antes de salir, cerca de la entrada y a mis espaldas, un inconfundible sonido de micción masculina contra el suelo escoltó mi retiro...