Al maestro Julio César Anariba lo traté una sola vez, pero fue suficiente, tanto que hoy puedo escribir sobre él. Fue hace casi diez años, aún era yo estudiante de la carrera de Letras, ese día recibiría un premio por haber obtenido el segundo lugar de un concurso de cuento corto de un importante instituto del país, entiendo que él organizó el certamen. “Me recordás a un profesor que se llama Juan Flores, también de Español, ¿lo conocés?”, me dijo con una alegría y una confianza que no olvido. “Es mi primo, es cierto que nos parecemos mucho”, le contesté yo. Me habló con entusiasmo del concurso, de los proyectos que tenía para los ganadores, de un joven discípulo de él que había publicado un libro de poemas, de la literatura, de la lectura, de la escritura y de la educación. Y no se crea, hablamos nada más algunos minutos, y no es que él hablara como una metralleta, es que de todo eso lo hablaba desde el corazón, y yo, que compartía con él algunas de esas pasiones, lo escuchaba también de corazón.
Ya en la ceremonia de premiación, se alabó su labor, pero sobre todo su humildad. “A él hay que sacarle con cuchara sus publicaciones, porque nunca habla de ellas, ni cuenta se da uno”, dijo, palabras más palabras menos, una dama detrás de un micrófono.
Pensé en ese momento que ya tendría oportunidad en el futuro de encontrármelo nuevamente, porque cuando alguien me impresiona así tengo la sensación de que no será la única vez que lo vea, pero la vida es caprichosa y de designios muy extraños y pronto él nos dejaría. Luego lo conocería a través de otras personas que lo conocieron, y noté en ellos y ellas algo de lo que yo experimenté.
Debo confesar que siempre quise escribir sobre la impresión que dejó en mí ese encuentro, sin embargo, no había encontrado un pretexto para hacerlo hasta que en un puesto de libros usados que suelo frecuentar me encontré “Cuentos chatarringas”, su ópera prima. No dudé en comprarlo y apenas mis ocupaciones me lo permitieron, lo leí. Los cuentos chatarringas (vaya usted a saber qué significa esa palabra como dice Juan Antonio Medina) gozan de una gran potencia narrativa, son como él lo dice en la advertencia inicial, “puro jugueteo con la palabra” y aunque por su extensión leerlos solicita a lo sumo un par de minutos, cada historia regala mucho más tiempo para pensar la condición humana que es, después de todo, el gran tema de la literatura.
Para escribir, por ejemplo, “Puro cuento” que son apenas diez renglones, es necesario entender completamente la literatura o por lo menos el género del cuento. Es la historia de una pobre mujer llamada Ortodoncia que nace triste, tiene una vida triste y muere en unas condiciones igual de tristes. Es una historia de la desgracia y a la vez un recordatorio de que la literatura no está allí para corregir esas penas, sino para contarlas, y ya después cada uno decide qué hacer con ellas.
Qué dicha la de aquellos que tuvieron un profesor de Español y Literatura que escribiera de esa manera, que dicha la de aquellos que pudieron conversar con él más tiempo que aquellos pocos minutos que yo pude y que entre las prisas, por la organización de todo, se interrumpían.
Y creo que aquella conversación de aquel abril fue una “plática chatarringa” como sus cuentos, que duran poco, pero perduran en la memoria y en el corazón por mucho tiempo, tanto así que hoy sentí necesidad de contarlo. Imagínese, yo, un extraño, casi diez años después.