Pero la patria ––a que por genitiva la titulan madre–– no es (como tampoco las religiones) divina sino producto cultural humano, consecuencia de un cúmulo extenso de acondicionamientos históricos pero igual de voluntad de organización. Al espacio primigenio (montaña, valle) donde nacieron la familia y la sociedad se lo escogió por conveniencia (agua, riquezas) y de inmediato se lo empezó a modelar y darle gobierno, surgiendo así la nación. Vivencia, memoria y nostalgia cubrieron pronto a ese lar con pátinas de cariño y pertenencia, incluso de devoción, pues allí nacen los antecesores, nosotros y los que vendrán. Adquiere carácter sagrado.
Vienen los buenos tiempos y los malos, décadas prodigiosas y décadas perdidas, gobiernos probos, gobiernos ladrones. Y el hombre aprende que los mandatarios pasan pero la patria permanece, o debe permanecer, se torna inviolable. Y que por lo mismo se da la vida, si se exige, para asegurar su persistencia ya que es, en lo ideal, el seno futuro y porvenir de quienes nos suceden: hijos, nietos, la matriz familiar, es decir nosotros mismos en la permanencia del tiempo y el recuerdo. Cuando la patria desaparece eclipsa nuestra semilla.
Por veces no son buenos ni malos los tiempos sino peores, como cuando la nación entra en riesgo inminente de ser robada, hipotecada, vendida, trozada, repartida. O si la prostituyen convirtiéndola en mercenaria (1954 contra Guatemala), filibustera (1962 contra Cuba), sicaria (1980 contra Nicaragua) o enemiga del orbe al volverla agencia exportadora de drogas. O vergüenza ciudadana por ser masivo ejemplo de corrupción. O tristeza inmensurable por ser pobre no obstante contener riquezas naturales. O desesperante cuando la habita una generación castrada política y culturalmente, alienada por los dogmas y explotada sin protesta ni rebelión. Ya no es patria que se ama.
Y se hace entonces impostergable rescatarla, reconstruirla, quemarle las naves y tornar a fundarla, prometer para ella una década, lo mínimo, de redención en que se la reimagine y reescriba, le dibujen sus mejores pensadores las nuevas rutas de ascenso y destino y, sobre todo, en que se fijen y tasen modernas e impolutas reglas de comportamiento político, respeto comunitario y edificación social. O sea la marcha a la utopía, sí, pero con perspectivas reales y honestas; desde códigos puros y castigos impíos y severos; desde el rencor por lo que nos hicieron en estas décadas perdidas pero con amor por la que debemos vivir desde 2021, que es bicentenario de una tan ansiada y teatralizada independencia que parece no quiere llegar.
Mucha indiferencia y mucha cobardía deberán ser superadas para la reconstrucción que demandan patria y destino. Destino entendido como sobrevivencia personal y comunal. Mucha pasión, coraje y fuerza pues por sordo el poder gubernativo y fáctico sólo cede si se le empuja. Ánimo, nos aguarda una década de definición.