El libro, en general, goza de un prestigio que muy pocos hechos y objetos tienen entre las personas. Siempre será un mensaje políticamente correcto aquel que reza que debe haber más lectura y menos televisión o Internet, por ejemplo.
Lo dicen los maestros, lo dicen los padres de familia, lo dice casi cualquier persona mayor o que tenga cierto rango de autoridad, muchas veces dentro de una corrección o de un momento de enojo: hay que leer. Sin embargo, en algunas ocasiones ni siquiera quienes lo recomiendan, lo hacen.
Es verdad que dentro de un país en el que conseguir alimento implica para muchos un gran esfuerzo, el arte es un lujo. Esto es: no hay dinero ni energía ni tiempo para ello. A pesar de que es algo que puede ser cierto, la lectura debería hacerse ante la mínima posibilidad, es decir, leer a la primera posibilidad que se presente.
En mi experiencia como docente universitario, he recibido estudiantes que nunca han leído un libro completo en toda su vida académica, algunos lo confiesan con mucha pena y otros con una desbordante normalidad. Es más, el libro es un objeto extraño, cuya clasificación de contenido resulta muchas veces imposible. Los libros son, entonces, unos completos desconocidos.
Ya se conoce la situación de las bibliotecas escolares, de comunidades y municipales; además de que hay muy pocas, son muy pobres, y la verdad es que aún si fueran mejores, creo que seguirían sin visitarse.
Hoy quiero hablar de las bibliotecas familiares, esa pequeña colección de libros que tiene una familia, que crece lentamente con el paso de los años y que pone a la disposición de los miembros de la familia un catálogo de libros para los momentos de esparcimiento, recreación o estudio.
La lectura es uno de los tantos hábitos que para que exista implica no solamente un esfuerzo escolar, sino que la familia se involucre en lo que los jóvenes y los niños hacen. Más allá de la economía de la familia hondureña, de cuya delicadeza estoy consciente, se puede hacer un esfuerzo mensual o quincenal de comprar uno o un par de libros, no para que se queden allí en un rincón, sino para que haya una oportunidad de lectura dentro de la casa.
Algunos padres de familia argumentarán que es un riesgo comprar un producto que los hijos no usarán luego, pero para que esto no suceda, los primeros en hacer las lecturas deben ser ellos. No importa si son libros que están categorizados como juveniles. Un libro juvenil se llama así no porque sea exclusivo para jóvenes, sino porque es apto de tal edad en adelante. Además, predicará con el ejemplo.
Hay dentro del canon de la literatura universal miles de títulos que es bueno que estén en una casa: novelas, cuentos, poemas, ensayos clásicos que abren paso dentro de la literatura. No olvidar que dentro de las bibliotecas familiares debe haber literatura hondureña.
Leer o no leer es un asunto que depende enteramente de la actitud. Un libro de cien páginas, por ejemplo, se lee en poco menos de tres horas, quizá un poco más si el ojo no está entrenado; pero de todas maneras es menos de lo que dura una versión extendida de “El señor de los anillos” u otro título cinematográfico.
Sin que los estudiantes me pregunten, yo les cuento que los libros nos enfrentan a nosotros como seres humanos, nos cuestionan, nos plantean verdades, aparte de todo lo bueno que tras consigo la lectura.
Sería fantástico que las familias hondureñas fuesen reconocidas por tener una pequeña biblioteca particular, un mínimo inventario de libros puestos a disposición de sus miembros, que embellecería no solamente la estética de una casa, sino el intelecto que habita en ella.