Escribí este ensayo durante el año pasado. Saldrá impreso hacia abril de 2022. A continuación comparte la introducción del libro.
Introducción.
¿Qué es la economía, sino una ciencia de la conducta? Alrededor de esta pregunta, el economista Richard Thaler organizó su versión de la teoría conductual de la economía, cuya investigación mereció el premio Nobel de Economía de 2017. Thaler observa que los modelos, las políticas, los planes de la Economía, con frecuencia fracasan porque no consideran las decisiones de los consumidores, que pueden ser o no racionales, previsibles o erráticas. Por consiguiente, demostró, el estudio de las conductas económicas necesita el aporte de las ciencias de la conducta.
Siempre ilumina la sabiduría tan temprana y tremenda de la frase de Aristóteles: el hombre es un animal político, es decir, social. Pero entre miedos y soberbias, se ha enfatizado lo de político para disimular lo de animal. Aristóteles, con su frase cumbre, colocó ese animal en el centro de la antropología, física, cultural y filosófica. Mientras no asuma esa inescapable realidad, el hombre seguirá perdido en la búsqueda de su condición esencial. Y temas como el poder, la corrupción, la democracia y la economía, seguirán pareciendo misterios inescrutables.
Desde hace unas décadas, una revolución cognitiva estremece las ciencias del comportamiento, que se hizo pública en 1976, cuando el biólogo evolutivo Richard Dawkins publicó su obra The Seflish Gene (el gen egoísta), que al replantear las bases biológicas de la conducta humana, aporta, sin decirlo, un sustento científico a la expresión de Aristóteles. En esa revolución de saberes cooperan la Antropología, la Biología, la Neurociencia, la Neurobiología, la Psicología, con sus especialidades evolutivas. El ser humano y sus conductas son estudiados ahora en perspectiva científica integral. Y en esta misma perspectiva, el poder y la corrupción son también fenómenos de la conducta, guiados por la racionalidad y la irracionalidad de los actos humanos. Esta plataforma orienta los contenidos del presente libro.
El saber general decreta, como verdad evidente por sí misma, que la corrupción es el robo de los impuestos y bienes del Estado, y que la manera de contenerla es “meter a los corruptos en la cárcel”. Bajo el enfoque integral de la conducta, esta apreciación no puede ser más errada, ni confundir más el concepto de corrupción, ni por consiguiente diluir más los esfuerzos que tratan de combatirla. Es una idea simplista de una trama vasta y compleja, antigua como la civilización. Tanto así es, que como veremos, esa definición, paralizante, es favorita de los sectores fácticos que gobiernan los poderes, la corrupción y la economía.
Compartí esa creencia durante mucho tiempo, hasta que, en un curso en la Universidad de Harvard, escuché de un profesor que las ecuaciones de la macroeconomía son incompletas, pues no consideran el impacto masivo de la corrupción. “Trabajamos en eso”, concluyó.
Se cayó la definición popular. Si se trata de una variable escondida de las ecuaciones macroeconómicas, la corrupción contagia toda la economía, no solamente la del gobierno, y por tanto es mucho más que el mero robo de los impuestos y bienes del Estado. Me pareció que el concepto original estaba mal planteado. Según el paradigma de Ackoff, “un problema bien planteado constituye la mitad de la solución.” A contrario sensu, es lícito decir que un problema mal planteado constituye la mitad del error.
Saltaron preguntas. Desde el nacimiento de la civilización, hace unos diez mil años, todas las sociedades han luchado sin éxito contra la corrupción. ¿Por qué un fracaso histórico tan total, tenaz y rotundo? ¿Por qué han sido y son tan raros los casos de juicio y condena? ¿Por qué personalidades e instituciones notables, consagradas, insospechadas, aparecen súbitamente en escándalos de corrupción, casi nunca aclarados, casi siempre impunes? ¿No nos dice todo esto que la corrupción es un rasgo antropológico propio de la especie? De ser así, ¿cómo pasa ese rasgo desde la especie hasta el individuo? Tendría que ser vía neurológica. ¿Existe el cerebro corrupto?
Una pregunta halaba la otra. Siendo que la corrupción distorsiona la macroeconomía, y que la economía es administrada por el poder político, ¿Qué relación hay entre poder, corrupción y economía? El apotegma de Lord Acton ofrecía una pista: “El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente.” Esta sentencia, confirmada después en contextos antropológico, neurológico y psicológico, establece una conexión causal entre poder y corrupción, que conduce, en mutua presión osmótica, a una relación interactiva entre ambas y la economía.
Desde aquí era inevitable llegar a las formas de gobierno, porque son formas del poder político, un tema debatido con pasión dese la Grecia clásica. Platón, partidario de la aristocracia (el gobierno de “los mejores”), advirtió que la democracia no es factible porque las personas no son iguales ante la ley. Sin esta condición –predijo- la violencia y la tiranía serán inevitables en la democracia.
Ahora bien, puesto que la igualdad de las personas ante la ley viene dada por su igualdad ante la riqueza, y hoy la brecha entre ésta y la pobreza es mundial, incalculable y creciente, ¿No serán las tribulaciones actuales de la democracia una confirmación de que la advertencia de Platón sigue siendo válida? ¿Es legítima, es genuina, una democracia con desigualdad económica de los electores? Si no lo es, ¿Nunca hubo democracia? Y si nunca la hubo, ¿Con cuál forma de gobierno pudo ser confundida la democracia? ¿Qué tipos de gobierno son en realidad las democracias actuales?
Este libro, apenas una búsqueda, no pretende responder todas estas preguntas, ni las demás que provoque su lectura. Algunas esperan en el brumoso limbo de la naturaleza humana, donde se han extraviado tantos pensadores y científicos. Pero sí son comentadas aquí, para facilitar debates y reflexiones, ciertas circunstancias que rondan esas preguntas, entre las trampas del poder, las tinieblas de la corrupción y las opacidades de le economía.
Y hay temas que, en tono a veces fatídico, describen fuerzas biológicas conflictivas de la conducta, que algo alumbran la oscura relación entre poder, corrupción y economía.
Investigaciones paralelas, afines a la teoría del biólogo evolutivo Richard Dawkins, sostienen que genes egoístas provocan conductas en beneficio del individuo y detrimento de la colectividad, y que genes altruistas promueven conductas beneficiosas para la sociedad. Edward O. Wilson, biólogo evolutivo e investigador de Harvard, aquí consultado, dice que esos genes contienden en perpetua guerra entre la grandeza y la miseria del ser humano.
Estas cuestiones, definitorias, fundamentales, indican que el futuro de la especie humana está cifrado en sus orígenes antropológicos y biológicos, que durante su evolución han condicionado la cultura. Y también indican, al decir de Edward O. Wilson, que las conductas individuales y sociales influyen en ese cuadro, alientan tal grandeza, o provocan tal miseria del ser humano.
Tonos así de sombríos parecen advertir que, después de diez mil años de lentos progresos y frecuentes retrocesos, el mal está ganando la guerra. A esto se refiere el último capítulo, “Diez Mil Años de Esperanza.” ¿La hay, todavía? Qué bueno sería si la respuesta fuera sencilla.
La esperanza, hermana etimológica de la espera, es doble flama por ese parentesco: la una enardece, impulsa la acción; la otra adormece, induce la espera. Los poderes intuyeron siempre esta dualidad, y nunca vacilaron en apagar la llama combativa, usando violencia cuando la estimaron necesaria. Hoy comprenden mejor, y, más sutiles, consagran la espera como si fuera la esperanza.
Así como entre el poder y la corrupción hay una relación causal, así entre la corrupción y la desigualdad económica y social hay una relación agravante. Por eso, una de las consecuencias más nocivas del concepto restringido de corrupción como robo al gobierno, es que carga en éste, exclusivamente, la obligación de combatirla, pues se supone que si el gobierno es la víctima, a él corresponde defenderse, con ética, ley y cárcel. La generalidad tiende a suponer, sin compromiso personal, que su obligación cívica se reduce a gritar contra los corruptos y exigir más acción gubernamental. La distorsión resultante sofoca los valores morales y hace de la esperanza una invitación a la espera pasiva, que alivia la conciencia individual. El camino a la sociedad corrupta queda entonces despejado.
¿Cómo ocurre tal proceso, ese suicidio moral de una cultura, de una sociedad, de un país? ¿Cómo se migra de la corrupción individual a la corrupción de la sociedad y de la nación? Al menos una parte de la respuesta está en esa alucinación colectiva: por cobardía, por mezquindad, por indiferencia, por prejuicios diversos, las mayorías prefieren ignorar lo que ocurre en los garitos del poder, de la política, de la economía, de la corrupción. Prefieren creer y esperar, porque detrás de estos derrotismos, está la engañosa conformidad de la esperanza, origen de la convicción de que toda lucha es inútil.
Esta conformidad con ficciones creadas por los poderes es el lado negativo de un mecanismo adaptativo de la especie, similar al de todas las ficciones que en su historia ha aceptado como realidades, para poder organizar sociedades factibles. Por eso aquellos derrotismos son tan complejos y resilientes. Por eso la esperanza vacía ha sido falso asidero de la sociedad durante tanto tiempo.
En su libro “Sapiens, de animales a dioses” – sorprendente reenfoque de la historia-, el historiador Yuval Noah Harari explica cómo, durante muchos miles de años, las bandas de cazadores-recolectores eran unidas por circunstancias compartidas, como parentesco y vecindad; pero cuando crecía el número de miembros de la banda, era necesario, para mantener la cohesión social, crear mitos y leyendas comunes a todos. La ficción compartida aseguró la unidad de los grupos, con invenciones como la política, el derecho, la moneda, los tabúes, que no tienen referentes materiales en la realidad. Así surgió la esperanza colectiva, que luego fue convertida en mecanismo de encuadramiento social.
A todos nos seduce alguna vez la esperanza, al menos por un tiempo, aún en casos en que su irrealidad es evidente. Hace muchos años, escribí un poema sobre El Escarabajo de Oro, cuento donde Edgar Allan Poe escamotea un misterio al lector mientras revela el de la narración. En el poema, el escarabajo es Kheper, el dios-escarabajo de la mitología egipcia, que guía al dios-sol Ra en su diario periplo por el firmamento. Kheper, que abandona a Ra para entrar en el cuento de Poe, fascinado por la experiencia humana proclama su amor al hombre:
Amo ese pigmeo gigantesco,
Que ha saltado del árbol a los astros;
Que sabiéndose finito sin remedio,
Acomete sin temor y sin respiro
La conquista del cosmos infinito.
Y, conmovido, se despide cantando
… mientras haya hombres que vean, cual saeta,
Lumbre que cruza el esplendor del cielo,
Hacia el azul sin fin del amor y la esperanza,
Donde habrán de conquistar su libertad.
Eufóricos vientos primaverales hincharon esos versos, como a velas de bajel impulsivo. Hoy, tiempo, realidad y experiencia me dicen que la esperanza sin propósito, sin compromiso, sin acción, ha sido siempre, y es más que nunca, una trampa, un medio de dominio. El tiempo, sustancia de todo realismo, ha dictado nuevos versos:
LA SEDANTE INFINITUD DE LA ESPERANZA.
Nada escapa al hechizo de la tarde inmóvil,
Ni las leves ráfagas del viento sometido,
Ni el esplendor del azul interminable,
Ni el embrujo del ámbar tardío.
No escapa siquiera el silencio,
Que renuente ahoga la palabra.
Y menos aún se fuga el tiempo,
De arcano poder cautivo.
Viento subyugado, infinito azul,
Ámbar fascinante, silencio adverso,
Tiempo prisionero,
Conjuran la palabra, invocan la esperanza,
Que la una conspira, que la otra redime.
Inútil osadía. Ignoran de los dioses
El cardinal precepto de su eterno dominio:
Que toda esperanza sea ilusión,
Que toda ilusión sea infinita.
Cuando la llama titubea tendemos a conformarnos con su ilusión, y seguimos esperando. Pero hay quienes, modestos, anónimos la mayoría, dan la espalda a las teorías, a las promesas, a las demagogias con que es acicalada la espera, y hacen su tarea con dignidad, con tesón, sin violencia, en este mismo momento. El capítulo final celebra ejemplos que encumbran la llama: un bravo artículo de una editora del New York Times; el valiente libro de protesta y denuncia de una profesora de la universidad de Essex; millones de pobres que encaran el hambre y las carencias, batallando por su cuenta en pequeños negocios callejeros; clases medias que organizan empresas cooperativas para redituar el trabajo y la solidaridad de los asociados, no el capital de unos cuantos; curas y pastores que llevan el templo a la gente, para organizar pequeños proyectos de progreso comunal; madres solteras microempresarias, que, tenaces, inquebrantables, se abren paso sin ayuda mientras educan a sus hijos; académicos, científicos, intelectuales, que mantienen su integridad e inconformidad a cualquier costo; periodistas sin tarifa; tercos individuos que, solos o en repetidos grupos, nunca abandonarán su protesta; y tantos otros, millones de otros, que confirman llamado de Thomas Jefferson: “Un hombre con coraje es mayoría.”
Mientras sigan enarbolando sus antorchas, su dignidad, su compromiso personal, su valor cívico, iluminarán el camino para otros, y estos, el de otros más; crecerá la llama del altruismo, de la solidaridad, de la dignidad, de la grandeza de ser humanos. Habrá esperanza, contra toda espera. Porque el verdadero poder está en la gente común, aunque todavía no lo sepa.
Introducción.
¿Qué es la economía, sino una ciencia de la conducta? Alrededor de esta pregunta, el economista Richard Thaler organizó su versión de la teoría conductual de la economía, cuya investigación mereció el premio Nobel de Economía de 2017. Thaler observa que los modelos, las políticas, los planes de la Economía, con frecuencia fracasan porque no consideran las decisiones de los consumidores, que pueden ser o no racionales, previsibles o erráticas. Por consiguiente, demostró, el estudio de las conductas económicas necesita el aporte de las ciencias de la conducta.
Siempre ilumina la sabiduría tan temprana y tremenda de la frase de Aristóteles: el hombre es un animal político, es decir, social. Pero entre miedos y soberbias, se ha enfatizado lo de político para disimular lo de animal. Aristóteles, con su frase cumbre, colocó ese animal en el centro de la antropología, física, cultural y filosófica. Mientras no asuma esa inescapable realidad, el hombre seguirá perdido en la búsqueda de su condición esencial. Y temas como el poder, la corrupción, la democracia y la economía, seguirán pareciendo misterios inescrutables.
Desde hace unas décadas, una revolución cognitiva estremece las ciencias del comportamiento, que se hizo pública en 1976, cuando el biólogo evolutivo Richard Dawkins publicó su obra The Seflish Gene (el gen egoísta), que al replantear las bases biológicas de la conducta humana, aporta, sin decirlo, un sustento científico a la expresión de Aristóteles. En esa revolución de saberes cooperan la Antropología, la Biología, la Neurociencia, la Neurobiología, la Psicología, con sus especialidades evolutivas. El ser humano y sus conductas son estudiados ahora en perspectiva científica integral. Y en esta misma perspectiva, el poder y la corrupción son también fenómenos de la conducta, guiados por la racionalidad y la irracionalidad de los actos humanos. Esta plataforma orienta los contenidos del presente libro.
El saber general decreta, como verdad evidente por sí misma, que la corrupción es el robo de los impuestos y bienes del Estado, y que la manera de contenerla es “meter a los corruptos en la cárcel”. Bajo el enfoque integral de la conducta, esta apreciación no puede ser más errada, ni confundir más el concepto de corrupción, ni por consiguiente diluir más los esfuerzos que tratan de combatirla. Es una idea simplista de una trama vasta y compleja, antigua como la civilización. Tanto así es, que como veremos, esa definición, paralizante, es favorita de los sectores fácticos que gobiernan los poderes, la corrupción y la economía.
Compartí esa creencia durante mucho tiempo, hasta que, en un curso en la Universidad de Harvard, escuché de un profesor que las ecuaciones de la macroeconomía son incompletas, pues no consideran el impacto masivo de la corrupción. “Trabajamos en eso”, concluyó.
Se cayó la definición popular. Si se trata de una variable escondida de las ecuaciones macroeconómicas, la corrupción contagia toda la economía, no solamente la del gobierno, y por tanto es mucho más que el mero robo de los impuestos y bienes del Estado. Me pareció que el concepto original estaba mal planteado. Según el paradigma de Ackoff, “un problema bien planteado constituye la mitad de la solución.” A contrario sensu, es lícito decir que un problema mal planteado constituye la mitad del error.
Saltaron preguntas. Desde el nacimiento de la civilización, hace unos diez mil años, todas las sociedades han luchado sin éxito contra la corrupción. ¿Por qué un fracaso histórico tan total, tenaz y rotundo? ¿Por qué han sido y son tan raros los casos de juicio y condena? ¿Por qué personalidades e instituciones notables, consagradas, insospechadas, aparecen súbitamente en escándalos de corrupción, casi nunca aclarados, casi siempre impunes? ¿No nos dice todo esto que la corrupción es un rasgo antropológico propio de la especie? De ser así, ¿cómo pasa ese rasgo desde la especie hasta el individuo? Tendría que ser vía neurológica. ¿Existe el cerebro corrupto?
Una pregunta halaba la otra. Siendo que la corrupción distorsiona la macroeconomía, y que la economía es administrada por el poder político, ¿Qué relación hay entre poder, corrupción y economía? El apotegma de Lord Acton ofrecía una pista: “El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente.” Esta sentencia, confirmada después en contextos antropológico, neurológico y psicológico, establece una conexión causal entre poder y corrupción, que conduce, en mutua presión osmótica, a una relación interactiva entre ambas y la economía.
Desde aquí era inevitable llegar a las formas de gobierno, porque son formas del poder político, un tema debatido con pasión dese la Grecia clásica. Platón, partidario de la aristocracia (el gobierno de “los mejores”), advirtió que la democracia no es factible porque las personas no son iguales ante la ley. Sin esta condición –predijo- la violencia y la tiranía serán inevitables en la democracia.
Ahora bien, puesto que la igualdad de las personas ante la ley viene dada por su igualdad ante la riqueza, y hoy la brecha entre ésta y la pobreza es mundial, incalculable y creciente, ¿No serán las tribulaciones actuales de la democracia una confirmación de que la advertencia de Platón sigue siendo válida? ¿Es legítima, es genuina, una democracia con desigualdad económica de los electores? Si no lo es, ¿Nunca hubo democracia? Y si nunca la hubo, ¿Con cuál forma de gobierno pudo ser confundida la democracia? ¿Qué tipos de gobierno son en realidad las democracias actuales?
Este libro, apenas una búsqueda, no pretende responder todas estas preguntas, ni las demás que provoque su lectura. Algunas esperan en el brumoso limbo de la naturaleza humana, donde se han extraviado tantos pensadores y científicos. Pero sí son comentadas aquí, para facilitar debates y reflexiones, ciertas circunstancias que rondan esas preguntas, entre las trampas del poder, las tinieblas de la corrupción y las opacidades de le economía.
Y hay temas que, en tono a veces fatídico, describen fuerzas biológicas conflictivas de la conducta, que algo alumbran la oscura relación entre poder, corrupción y economía.
Investigaciones paralelas, afines a la teoría del biólogo evolutivo Richard Dawkins, sostienen que genes egoístas provocan conductas en beneficio del individuo y detrimento de la colectividad, y que genes altruistas promueven conductas beneficiosas para la sociedad. Edward O. Wilson, biólogo evolutivo e investigador de Harvard, aquí consultado, dice que esos genes contienden en perpetua guerra entre la grandeza y la miseria del ser humano.
Estas cuestiones, definitorias, fundamentales, indican que el futuro de la especie humana está cifrado en sus orígenes antropológicos y biológicos, que durante su evolución han condicionado la cultura. Y también indican, al decir de Edward O. Wilson, que las conductas individuales y sociales influyen en ese cuadro, alientan tal grandeza, o provocan tal miseria del ser humano.
Tonos así de sombríos parecen advertir que, después de diez mil años de lentos progresos y frecuentes retrocesos, el mal está ganando la guerra. A esto se refiere el último capítulo, “Diez Mil Años de Esperanza.” ¿La hay, todavía? Qué bueno sería si la respuesta fuera sencilla.
La esperanza, hermana etimológica de la espera, es doble flama por ese parentesco: la una enardece, impulsa la acción; la otra adormece, induce la espera. Los poderes intuyeron siempre esta dualidad, y nunca vacilaron en apagar la llama combativa, usando violencia cuando la estimaron necesaria. Hoy comprenden mejor, y, más sutiles, consagran la espera como si fuera la esperanza.
Así como entre el poder y la corrupción hay una relación causal, así entre la corrupción y la desigualdad económica y social hay una relación agravante. Por eso, una de las consecuencias más nocivas del concepto restringido de corrupción como robo al gobierno, es que carga en éste, exclusivamente, la obligación de combatirla, pues se supone que si el gobierno es la víctima, a él corresponde defenderse, con ética, ley y cárcel. La generalidad tiende a suponer, sin compromiso personal, que su obligación cívica se reduce a gritar contra los corruptos y exigir más acción gubernamental. La distorsión resultante sofoca los valores morales y hace de la esperanza una invitación a la espera pasiva, que alivia la conciencia individual. El camino a la sociedad corrupta queda entonces despejado.
¿Cómo ocurre tal proceso, ese suicidio moral de una cultura, de una sociedad, de un país? ¿Cómo se migra de la corrupción individual a la corrupción de la sociedad y de la nación? Al menos una parte de la respuesta está en esa alucinación colectiva: por cobardía, por mezquindad, por indiferencia, por prejuicios diversos, las mayorías prefieren ignorar lo que ocurre en los garitos del poder, de la política, de la economía, de la corrupción. Prefieren creer y esperar, porque detrás de estos derrotismos, está la engañosa conformidad de la esperanza, origen de la convicción de que toda lucha es inútil.
Esta conformidad con ficciones creadas por los poderes es el lado negativo de un mecanismo adaptativo de la especie, similar al de todas las ficciones que en su historia ha aceptado como realidades, para poder organizar sociedades factibles. Por eso aquellos derrotismos son tan complejos y resilientes. Por eso la esperanza vacía ha sido falso asidero de la sociedad durante tanto tiempo.
En su libro “Sapiens, de animales a dioses” – sorprendente reenfoque de la historia-, el historiador Yuval Noah Harari explica cómo, durante muchos miles de años, las bandas de cazadores-recolectores eran unidas por circunstancias compartidas, como parentesco y vecindad; pero cuando crecía el número de miembros de la banda, era necesario, para mantener la cohesión social, crear mitos y leyendas comunes a todos. La ficción compartida aseguró la unidad de los grupos, con invenciones como la política, el derecho, la moneda, los tabúes, que no tienen referentes materiales en la realidad. Así surgió la esperanza colectiva, que luego fue convertida en mecanismo de encuadramiento social.
A todos nos seduce alguna vez la esperanza, al menos por un tiempo, aún en casos en que su irrealidad es evidente. Hace muchos años, escribí un poema sobre El Escarabajo de Oro, cuento donde Edgar Allan Poe escamotea un misterio al lector mientras revela el de la narración. En el poema, el escarabajo es Kheper, el dios-escarabajo de la mitología egipcia, que guía al dios-sol Ra en su diario periplo por el firmamento. Kheper, que abandona a Ra para entrar en el cuento de Poe, fascinado por la experiencia humana proclama su amor al hombre:
Amo ese pigmeo gigantesco,
Que ha saltado del árbol a los astros;
Que sabiéndose finito sin remedio,
Acomete sin temor y sin respiro
La conquista del cosmos infinito.
Y, conmovido, se despide cantando
… mientras haya hombres que vean, cual saeta,
Lumbre que cruza el esplendor del cielo,
Hacia el azul sin fin del amor y la esperanza,
Donde habrán de conquistar su libertad.
Eufóricos vientos primaverales hincharon esos versos, como a velas de bajel impulsivo. Hoy, tiempo, realidad y experiencia me dicen que la esperanza sin propósito, sin compromiso, sin acción, ha sido siempre, y es más que nunca, una trampa, un medio de dominio. El tiempo, sustancia de todo realismo, ha dictado nuevos versos:
LA SEDANTE INFINITUD DE LA ESPERANZA.
Nada escapa al hechizo de la tarde inmóvil,
Ni las leves ráfagas del viento sometido,
Ni el esplendor del azul interminable,
Ni el embrujo del ámbar tardío.
No escapa siquiera el silencio,
Que renuente ahoga la palabra.
Y menos aún se fuga el tiempo,
De arcano poder cautivo.
Viento subyugado, infinito azul,
Ámbar fascinante, silencio adverso,
Tiempo prisionero,
Conjuran la palabra, invocan la esperanza,
Que la una conspira, que la otra redime.
Inútil osadía. Ignoran de los dioses
El cardinal precepto de su eterno dominio:
Que toda esperanza sea ilusión,
Que toda ilusión sea infinita.
Cuando la llama titubea tendemos a conformarnos con su ilusión, y seguimos esperando. Pero hay quienes, modestos, anónimos la mayoría, dan la espalda a las teorías, a las promesas, a las demagogias con que es acicalada la espera, y hacen su tarea con dignidad, con tesón, sin violencia, en este mismo momento. El capítulo final celebra ejemplos que encumbran la llama: un bravo artículo de una editora del New York Times; el valiente libro de protesta y denuncia de una profesora de la universidad de Essex; millones de pobres que encaran el hambre y las carencias, batallando por su cuenta en pequeños negocios callejeros; clases medias que organizan empresas cooperativas para redituar el trabajo y la solidaridad de los asociados, no el capital de unos cuantos; curas y pastores que llevan el templo a la gente, para organizar pequeños proyectos de progreso comunal; madres solteras microempresarias, que, tenaces, inquebrantables, se abren paso sin ayuda mientras educan a sus hijos; académicos, científicos, intelectuales, que mantienen su integridad e inconformidad a cualquier costo; periodistas sin tarifa; tercos individuos que, solos o en repetidos grupos, nunca abandonarán su protesta; y tantos otros, millones de otros, que confirman llamado de Thomas Jefferson: “Un hombre con coraje es mayoría.”
Mientras sigan enarbolando sus antorchas, su dignidad, su compromiso personal, su valor cívico, iluminarán el camino para otros, y estos, el de otros más; crecerá la llama del altruismo, de la solidaridad, de la dignidad, de la grandeza de ser humanos. Habrá esperanza, contra toda espera. Porque el verdadero poder está en la gente común, aunque todavía no lo sepa.