En la actual Casa Presidencial, conocida también como Palacio José Cecilio del Valle, y en el Palacio del Congreso Nacional existen elegantes salones cuyas paredes están adornadas con pinturas al óleo de todos los presidentes de la República y del Congreso Nacional, respectivamente. Para los ciudadanos jóvenes, la gran mayoría de estos personajes son honorables desconocidos, identificables solamente por la pequeña placa de bronce que contiene sus nombres y los años en que ejercieron sus cargos.
La historia nos revela que muy pocas de estas figuras fueron verdaderos estadistas, constructores de reformas transformadoras de la vida institucional del país. Varios fueron producto de montoneras, revueltas, traiciones, fraudes electorales y otras acciones no muy honorables ni democráticas. Algunos ejercieron de manera efímera sus funciones llegando al colmo de calentar la silla presidencial, solamente durante unas pocas horas.
A partir de 1980, Honduras se aproximó a la instauración de regímenes supuestamente respetuosos de la Constitución y las leyes y, por primera vez en mucho tiempo, se vienen practicando elecciones sucesivas, relativamente democráticas y como resultado, se han sucedido ininterrumpidamente, cada cuatro años, gobiernos electos por los hondureños.
La visión de los Constituyentes del 82, de una Honduras en paz, justa y en constante desarrollo para beneficio popular, fue tomando visos de realidad y no es sino hasta en la primera década del segundo milenio que el virus de la reelección empieza a cobrar matices oscuros. Abierta la posibilidad de una flagrante violación de los artículos pétreos, la violación de la Constitución se consuma en el año 2017 con la complicidad de todos los poderes del Estado.
En el año 2021, Honduras experimenta por primera vez el ascenso de una dama al solio presidencial mediante la conjunción de fuerzas políticas usualmente antagónicas y la contribución electoral de una juventud no articulada con ningún partido político tradicional. Esta elección revistió características muy propias de un cambio en el comportamiento de los votantes.
La candidata vencedora contaba personalmente con la simpatía de los votantes, pero sobre ella pendía el fantasma de un antecedente de no muy grato recordatorio, como había sido el régimen de su controversial esposo. Desde los primeros días, se le atribuía al consorte su ilegítima facultad de gobernar; algo así como el poder detrás del trono; el cuadro se agudizaba con un partido político enchapado a la antigua, abrazando una ideología mal llamada de izquierda del siglo XXI, ya desfasada y aborrecida por los pueblos que sufren en carne propia sus flagelos.
Doña Xiomara milagrosamente sigue gozando de simpatía popular, pero su anárquica e incompetente comparsa no le permitirá cumplirle al pueblo las promesas de su campaña. Su fotografía, entonces, pasará al mural de gobernantes que la historia no los ubicará en el altar de aquellos hombres y mujeres que exaltaron la patria y elevaron al pueblo a niveles superiores de bienestar.