Vivimos tiempos tan confusos como convulsos, dejándonos entumecidos los andares y adormecidos el alma, esclavos de intereses mezquinos, pensando que nos bastamos a nosotros mismos y que la felicidad radica en las loas de un placer posesivo, a través de una vida completamente virtual, crecida en posesiones y desbordada por un poderío que nos lleva a pavonearnos, mediante un tener que es verdaderamente mundano. Se nos ha congelado el corazón.
Esta es la triste realidad. Y así, andamos más apagados que una caja mortuoria, y lo que es peor aún, sin apenas consuelo para poder levantar la mirada y reiniciar otro rumbo. Desde luego, nos hace falta otro espíritu que nos asiente sobre otras coordenadas más auténticas, si en verdad queremos transformar el mundo en el que vivimos.
Sabemos que la mejor estrategia para prevenir conflictos es el respeto a los derechos humanos; sin embargo, continuamos siendo irrespetuosos e inhumanos con nuestros análogos.
Todavía hay cierta resistencia, por parte de algunos países, a respaldar las acciones de Naciones Unidas. Sea como fuere, está visto que nos falta crecer por dentro para poder activar otra mentalidad más generosa.
El amor se nos ha enfriado y la tentación de aislarse, tan propia del momento actual, disminuye el entusiasmo de compartir sin límites. Por eso, sólo el corazón nos dice lo que es preciso hacer: ¡Sintonicémonos!
Hay quien tiene el deseo de amar, pero le falta el impulso de esa verdadera capacidad, y no acierta a ver a su compañero de ruta, para poder hacer el corazón con ambos pulsos.
En ocasiones, además, nos falta entusiasmo hasta para amarnos a nosotros mismos. De esta forma, tampoco podemos comprender nada. No pasamos de lo emocional.
Lo que sí crece bajo esta atmósfera es la maldad, desalentando ese vínculo de afectividad que todos necesitamos para reencontrarnos y encontrar lo más valioso, como la dignidad, la libertad o el profundo deseo de acompañarse y dejarse acompasar.
Por cierto, cada día son más las naciones que piden acceso humanitario ante el aumento de necesidades de todo tipo. Millones de personas en todo el planeta carecen de acceso básico y de servicios esenciales.
Ciertamente, cuando se desvirtúa el amor, de nada sirven las palabras, pues la soberbia nos disuade a ver la desesperación del hambriento, el mismo sufrimiento diario de la gente, lo que nos impide abrirnos a los débiles y a los pobres.
Por desgracia, hemos olvidado el deber más humano e innato que hemos de poseer, acoger a toda vida, respetarla y amarla. Ahora bien, nunca es tarde para despojarse de todo egoísmo, para hallar en esa incondicional entrega la verdadera placidez, siendo más compasivos y sensibles en hacer el bien. De ahí, lo fundamental que es interrogarse y preguntar hacia dónde camina el corazón.
Esta es la triste realidad. Y así, andamos más apagados que una caja mortuoria, y lo que es peor aún, sin apenas consuelo para poder levantar la mirada y reiniciar otro rumbo. Desde luego, nos hace falta otro espíritu que nos asiente sobre otras coordenadas más auténticas, si en verdad queremos transformar el mundo en el que vivimos.
Sabemos que la mejor estrategia para prevenir conflictos es el respeto a los derechos humanos; sin embargo, continuamos siendo irrespetuosos e inhumanos con nuestros análogos.
Todavía hay cierta resistencia, por parte de algunos países, a respaldar las acciones de Naciones Unidas. Sea como fuere, está visto que nos falta crecer por dentro para poder activar otra mentalidad más generosa.
El amor se nos ha enfriado y la tentación de aislarse, tan propia del momento actual, disminuye el entusiasmo de compartir sin límites. Por eso, sólo el corazón nos dice lo que es preciso hacer: ¡Sintonicémonos!
Hay quien tiene el deseo de amar, pero le falta el impulso de esa verdadera capacidad, y no acierta a ver a su compañero de ruta, para poder hacer el corazón con ambos pulsos.
En ocasiones, además, nos falta entusiasmo hasta para amarnos a nosotros mismos. De esta forma, tampoco podemos comprender nada. No pasamos de lo emocional.
Lo que sí crece bajo esta atmósfera es la maldad, desalentando ese vínculo de afectividad que todos necesitamos para reencontrarnos y encontrar lo más valioso, como la dignidad, la libertad o el profundo deseo de acompañarse y dejarse acompasar.
Por cierto, cada día son más las naciones que piden acceso humanitario ante el aumento de necesidades de todo tipo. Millones de personas en todo el planeta carecen de acceso básico y de servicios esenciales.
Ciertamente, cuando se desvirtúa el amor, de nada sirven las palabras, pues la soberbia nos disuade a ver la desesperación del hambriento, el mismo sufrimiento diario de la gente, lo que nos impide abrirnos a los débiles y a los pobres.
Por desgracia, hemos olvidado el deber más humano e innato que hemos de poseer, acoger a toda vida, respetarla y amarla. Ahora bien, nunca es tarde para despojarse de todo egoísmo, para hallar en esa incondicional entrega la verdadera placidez, siendo más compasivos y sensibles en hacer el bien. De ahí, lo fundamental que es interrogarse y preguntar hacia dónde camina el corazón.