No soy de los que se satisfacen con la caída estrepitosa de la popularidad, la confianza y la esperanza que en su momento el pueblo hondureño depositó en un nuevo régimen que borrara de las páginas de nuestra historia, el oprobioso recuerdo del régimen dictatorial de Juan Orlando. No me satisface no porque milite en Libre, haya botado por Xiomara o esté esperando algún favor, chamba, pasajitos a Orlando, Florida, o canonjías de esas que se reciben aún sin ser funcionario o empleado público; sencillamente, sufro como hondureño bien nacido del deterioro, del daño y del desprestigio de nuestra amada Honduras por la cantidad de metidas de extremidades que se suceden cada 24 horas y que hunden irremediablemente a nuestro país en los escalones más bajos del desarrollo humano.
Con más de 70 años con conciencia plena del acontecer político nacional y con más de 50 como actor en los esfuerzos de un grupo de ciudadanos por construir una nueva Honduras que ofrezca a todos sus habitantes y repito, a todos, los beneficios que brinda la democracia plena en el campo político, económico, social y cultural, creo tener la suficiente experiencia y catadura moral para manifestar mi preocupación por la crisis que estamos viviendo.
Quien niegue, como Pedro a Cristo, que estamos inmersos en una crisis profunda, manifestada por medio de la zozobra cotidiana con la que vive el pueblo hondureño, o vive en otro planeta o sencillamente la borrachera que provoca el poder no merecido, es tan intensa que nubla los sentidos de los gobernantes. Nunca en la Honduras contemporánea, un grupo minúsculo de aprendices de políticos asumió el poder de la nación provocando por su inexperiencia, su sectarismo y su soberbia el descalabro total que sufrimos.
En la historia del mundo, jamás una dictadura o un gobierno desubicado e incapaz tuvo el respaldo de las grades mayorías. Estos grupos tiránicos impusieron su poder agenciándose el favor nada ético de grupitos de cúpulas entre los que se han encontrado obviamente algunos sectores de la Fuerza Armada, de los grandes comerciantes y entre otros, los dueños de capitales beneficiarios de ese ejercicio irregular y a todas luces despreciado del poder.
Por eso duele, duele hasta los huesos ver que un pueblo entero que merece mucho más, esté sufriendo como lo hacen millones de hondureños. Los costos de vida por la falta de políticas sensatas que estimulen nuestra producción agrícola, la pérdida de la seguridad ciudadana por la falta de visión integral del problema en sus causas y efectos; la migración indetenible; el irrespeto a la Constitución y las leyes, particularmente por los gobernantes; la pérdida de nuestros valores más sensibles; el irrespeto a nuestros símbolos; la entrega inmisericorde de nuestro futuro a ideologías extrañas y en fin a la pérdida de nuestro valores morales, cívicos, patrióticos y culturales nos hacen gritar a todo pulmón, “¡Basta ya!”.