Columnistas

Un pueblo bárbaro

Amo a España, cuna de grandes amigos: Miguel Hernández, Andrés Morris y Atanasio Herranz, precedidos por Cervantes, Góngora y Sabina, nación que me otorgó siempre aprecio y honor. La mañana de 1983 en que Alicante me declaró Premio “Gabriel Miró” ante 900 concursantes fue el de mi confirmación y aseguramiento como autor; jamás volví a tener miedo de escribir y competir... Bueno, tampoco me lo donaron, lo gané.

Por lo mismo, por el amor y el cariño, a veces me duelen la actitudes soberbias y pedantes de sus peninsulares, que juzgan desde superiores plataformas nuestras conductas e historia, los gestos del pasado y las ansiedades del presente, o cuando dudan de que alcancemos un futuro al que no sólo aspiramos y con el que soñamos sino que indudablemente merecemos, y que es el del desarrollo y la dignidad. Las calificaciones llenas de humo provenientes de algunos de sus funcionarios europeos (como el burdo que quiere hacer creer que la conquista fue una negociación política ibero indígena y no un suceso militar) no es cosa que confunde sino que hiere.

Pues, ¿qué podríamos decir nosotros, a su vez, de la cercana historia moderna de España sino que es fuente inconclusa de horror? Mis recientes lecturas sobre el gobierno de Francisco Franco (absoluto entre 1939 y 1975) arriban escritas en páginas tintas con inauditos terror y represión. ¿Pueden ustedes imaginar y comparar qué pueblo de América --y desde luego que ninguno-- supera (datos conservadores) las ciento ochenta mil (180 000) tumbas anónimas que prosiguen siendo encontradas a lo extenso de España como testimonio de asesinatos oficialmente comandados por una feroz tiranía de casi cuarenta años que no sólo tuvo la simpatía de medio país sino que fue ensalzada y avalada como memento de dios por la fe católica, perfecto instrumento apto para imbecilizar a los ya alienados combatientes por la “democracia” y la religión?

En las universidades, como desean los retrógrados en Honduras, se iniciaba clases orando a la virgen María, en tanto que a los ministros de Franco --como hoy en las atrasadas Bolivia, Ecuador, otros-- se les juramentaba humillados de hinojos ante un Cristo. Los muchachos pertenecían obligatoriamente a las huestes marianas o eran expulsados; ateos y descreyentes sufrían ignominia, si es que no los fusilaban a la menor sospecha de izquierdismo o socialismo.

Con excepción de la “solución final” de Hitler en Alemania ninguna otra parcela europea de entonces experimentó tantas atrocidad y monstruosidad. Para nada me equivoco, la historiografía me avala y eso que falta ignominia por descubrir, como faltan por exhumar cincuenta mil cadáveres más producto de esa bestialidad política e ideológica...

Pero entonces -que es el propósito reflexivo de este escrito-- ¿de dónde tanta petulancia europea si fueron superiormente más Atilas y bárbaros que nosotros americanos? ¿Con qué aval histórico --dígase ético-- vienen a juzgarnos ahora, corbata al cuello, si hacemos bien o mal y a dirigirnos la vida? Obvio que agradecemos y ocupamos sus orientaciones y asesoría pero sin necesidad pontificia, mejor con dos gramos de comprensión de nuestro proceso histórico y preferiblemente con humildad, compañera histórica, España.