Somos un pozo de contrariedades. Nos importa nada tener comportamientos desastrosos. Andamos escasos de humanidad y de conciencia. Sabemos que la contaminación del aire provoca siete millones de fallecimientos cada año y apenas mostramos preocupación alguna efectiva. Hemos entrado en el estado de la pasividad.
En lugar de unirnos para aminorar que los seres humanos dejen de degradar su propio hábitat, no sigan desnudando la tierra de sus mantos verdes, o continúen activando los agentes contaminantes por los suelos, el aire o las aguas, mostramos divisiones, enfrentándonos con actitudes irresponsables. Por tanto, urge una voluntad de compromiso que ha de globalizarse para que todos los continentes activen otro espíritu más respetuoso con el entorno, empezando por otros modelos de producción y de consumo más éticos.
Sin duda, hoy más que nunca es menester alcanzar acuerdos conjuntos sobre la adopción de medidas para abordar problemas medioambientales urgentes. Ahí están los millones de toneladas de basura que acaban cada año en nuestros océanos, convirtiéndolos en gigantescos vertederos. Este fenómeno destructor es algo muy serio, pues no solo resulta antiestético, sino que también provoca inconvenientes en temas de salud, aparte de otras cuestiones adyacentes como las económicas.
La despreocupación es tan evidente que la misma naturaleza, en ocasiones, nos responde de manera catastrófica. Por cierto, el inolvidable médico español Santiago Ramón y Cajal (1852-1934) solía decir al respecto que “sus crueldades representan la venganza contra nuestra indiferencia”. La cuestión es tan grave que en los centros de enseñanza y en las familias, concienciadas estas últimas a través de las escuelas de padres o mediante campañas en medios de comunicación, es donde hay que aprender a reutilizar y a reciclar, para contrarrestar esta cultura actual que derrocha y contamina sin miramientos, porque no entiende de moderar el dispendio, y aún lo que es peor, de activar otras energías más limpias y renovables.
Para desgracia nuestra, no solemos pasar de las palabras. Es lo más fácil, lo difícil es entrar en acción, con un estilo de vida diferente al actual. Lo mismo sucede con la cuestión del agua potable (un derecho natural básico), que puede llegar a convertirse en una de las principales guerras de este siglo, pues mientras en unas regiones hay abundante líquido en otras escasea, en parte por nuestros agentes contaminantes. Olvidamos, con demasiada frecuencia, que los recursos del planeta son escasos y están para compartirlos.
En consecuencia, es hora de preocuparse mucho más por lo que nos rodea. A propósito, tenemos constancia que más del 90% de las muertes relacionadas con la contaminación atmosférica se producen en países de ingresos bajos y medios, especialmente en Asia y África, seguidos por los de la región del Mediterráneo oriental, Europa y las Américas, lo que nos exige, para empezar, otro espíritu más cooperante, puesto que todo está interconectado y correlacionado. Me parece oportuno, luego, incentivar la educación y el conocimiento hacia ese mundo natural, que a todos nos pertenece por igual, y que ha de estar orientado sobre todo a sensibilizarnos sobre la necesidad de proteger el medio ambiente; nuestra propia casa común, lo que nos requiere de una solidaridad universal renovada, si en verdad queremos que no prosiga deteriorándose la calidad de la vida humana.
Pensemos que la vida no puede privatizarse, está con todos los seres vivos, tampoco el medio ambiente, es patrimonio de todos y responsabilidad de la especie pensante, y más pronto que tarde debe reconducirse hacia unos lazos de integración y respeto, algo que irá en beneficio de todo el linaje. Ojalá aprendamos a vivir para dar savia, no para negar existencias; sin obviar que somos energía y voluntad, pero también confluencia de naturaleza armónica con los espacios.