Sin duda es importante y alegra a la ciudadanía el anuncio de una ONG mexicana referente a que Tegucigalpa y San Pedro Sula se alejan de los primeros lugares de la lista de ciudades más violentas del mundo.
Según el informe de la organización Seguridad, Justicia y Paz, en San Pedro Sula -que ocupó el indecoroso primer lugar por cuatro años consecutivos (de 2011 a 2014)- los homicidios cayeron de 187 por cada 100,000 habitantes en 2013 a 47 en 2018 (-75%), mientras que en Tegucigalpa se redujeron de 102 por cada 100,000 habitantes en 2012 a 43 en 2018 (-58%).
Las cifras son alentadoras, aunque está claro que falta mucho camino que recorrer para sacar al país de una vez por todas de ese tipo de ranking que no favorecen en nada al crecimiento económico y fortalecimiento democrático de la nación.
Los ciudadanos aplauden que se reduzcan las muertes violentas, pero resienten la expansión de otros delitos, como los asaltos a mano armada, los secuestros, la extorsión, que están siendo generados e impulsados por diversas causas que van desde ser una sociedad permeada por estructuras del crimen, las pandillas y el narcotráfico que siguen teniendo fuerte presencia en el territorio nacional o los altos índices de desempleo.
Lo anterior plantea la necesidad de que el gobierno haga un alto para evaluar los resultados de sus políticas de seguridad, claro sin que ello signifique dar un respiro a los criminales, a fin de que determine si seguir con la actual estrategia o bien impulsar estrategias innovadoras, para lo cual solo requiera reorientar los recursos del que dispone, de manera que el país pueda derrotar la inseguridad.
Demás está decir, que políticas de promoción del empleo ayudarán mucho a que los jóvenes se decanten por el trabajo honrado y no tengan la tentación de encaminarse a las bandas criminales.