La violencia contra las mujeres en Honduras es creciente e inadmisible. Ellas están siendo víctimas de tratos crueles e inhumanos, de muerte, ante la pasividad de un Estado que no actúa firmemente para protegerlas y defenderlas de las agresiones de que son objeto. Ellas están siendo asesinadas con saña. Dos ejemplos recientes son el de la estudiante de derecho de la Universidad Católica, Gessy Yamali Pastrana Ávila (26), a quien mataron hombres armados que llegaron hasta la casa de su abuela para atacarla a balazos, en presencia de sus familiares y ante quienes los delincuentes dijeron a su víctima “aquí te mandan”, y el de la odontóloga Ruth Aracely Zavala, víctima, supuestamente, de un ataque con arma blanca en el interior de su clínica, en la otrora pacífica ciudad de Danlí, El Paraíso. Pero ellas no son las únicas. Las víctimas son muchas más, 271, según el registro del no gubernamental Centro de Estudios de la Mujer. Muchas de ellas han sido torturadas, desmembradas, descuartizadas, decapitadas y tiradas en bolsas o envueltas en sábanas a la vía pública.
El 90% de estos casos están en la impunidad y parece que así continuarán por la pasividad y el desinterés manifestado de un Estado que ha sido incapaz de investigar y castigar a los asesinos, y mucho menos de elaborar una estrategia seria, con los presupuestos necesarios para hacer frente a la problemática.
La situación de vulnerabilidad e indefensión de las mujeres obliga al Estado a formular y ejecutar políticas y presupuestos para la atención del problema, pero también llama a la sociedad a estar vigilantes, a ser más solidarios con los indefensos, a denunciar a los maltratadores y asesinos: a demandar el respeto irrestricto de los derechos humanos de las mujeres y de todos la ciudadanía, sin importar su edad, sexo o condición social. A dejar de lado la indiferencia, a vencer el miedo y actuar en defensa de la vida. Ni una más.