El Covid-19 nos recuerda a cada minuto que la sociedad hondureña se enfrenta históricamente a muchas otras pandemias que han estado ahí y que muy poco se ha hecho para frenarlas o desaparecerlas. Una de ellas, y quizá igual de dolorosa pues causa luto y dolor a los hogares que la padecen, es la de la violencia doméstica, que ha dejado este año a decenas de mujeres muertas y a miles más golpeadas, maltratadas física y psicológicamente, y cuyos tentáculos también alcanzan a miles de niñas y niños que son víctimas de agresiones sexuales.
La situación es grave.
En Honduras, según registros de organizaciones defensoras de los derechos de mujeres, cada 23 horas pierde la vida una mujer pero cada segundo una mujer, una niña, está siendo víctima de cualquier tipo de violencia doméstica, familiar o intrafamiliar. En 2018 se registraron 2,187 casos de violencia sexual en niñas y adolescentes menores de 19 años, en su mayoría a manos de personas conocidas o familiares; y Medicina Forense atendió a 345 niñas y adolescentes de 10 a 19 años que fueron agredidas por sus parejas o exparejas. Pero la problemática podría ser más grave de lo que revelan las cifras, ya que son muchas las que no ven la violencia como un problema y no lo denuncian.
Estos hechos se han incrementado con el confinamiento obligatorio de la ciudadanía como medida para frenar el avance del Covid-19 para salvaguardar con ello la salud y la vida. Contradictoriamente en este período serían miles las mujeres, las niñas y los niños expuestos a este tipo de maltratos, porque el hogar, ese espacio que debería significar protección para la familia y cada uno de sus miembros, es más bien un espacio de violencia.
Lo que hoy sucede llama a trabajar para frenar esta otra pandemia que golpea a nuestras familias, a nuestras mujeres; a promover espacios libres de violencia, a mover todas las instancias del Estado que garanticen su derecho a la vida y a la salud