Opinión

Informalidad, trabajo y democracia

Hoy en Centroamérica, entre la población en edad de trabajar, hay una gran mayoría de gente ocupada; pero no toda ella tiene un empleo formal y son menos aún los que han conseguido un trabajo decente, en el que se respetan los derechos laborales y permite el acceso a la protección social. Es penoso ver a hombres y mujeres que, a pesar de sus esfuerzos, a duras penas logran sobrevivir día a día.

Garantizar la participación de la gente en el sector moderno de la economía es una prioridad, pues no puede haber progreso común si los ciudadanos están divididos entre quienes pueden acceder a un trabajo productivo o a hacer empresa y aquellos que no. Sociedades divididas entre hombres y mujeres que solo pueden aspirar –ellos y sus familias- a sobrevivir, mientras que otros -los menos- pueden progresar con los suyos, resiente la convivencia.

La mejor participación de los ciudadanos en la vida productiva de sus sociedades, a través del trabajo, genera más adhesión a la democracia y ello coadyuva a su gobernabilidad.

Tiene importancia política, económica y social realizar acciones en favor de la incorporación de la energía productiva (laboral y empresarial) de origen popular en los esfuerzos por el desarrollo. Para el logro de este objetivo, entre otros factores, las instituciones son clave y entre ellas las laborales no son de menor importancia.

Desde la irrupción de la globalización, uno de los aspectos del desarrollo que más atención ha captado es el rol que pueden cumplir las instituciones para facilitar la producción y el comercio y por ende el crecimiento económico e, incluso, la generación de empleo.

Entre las reglas de juego más importantes en toda sociedad democrática están las que regulan el mundo del trabajo. Las instituciones laborales son decisivas para, entre otros aspectos, definir las condiciones en las que las personas participan en la generación de riqueza y cómo disfrutan de los beneficios que les debe generar su contribución en dicha tarea.

La generación de trabajo decente (más y mejores empleos) aparece como catalizador idóneo de políticas económicas y sociales, que permitan avanzar en un modelo de desarrollo que merezca el calificativo de humano. Observando la evolución de la última ola de democrática latinoamericana, que viene durando 35 años, resulta evidente la correlación entre institucionalidad laboral y democracia tanto como la que existe entre informalidad y desconfianza o falta de apoyo respecto de aquella.

Bien lo señala la Carta Democrática Interamericana: “La promoción y el fortalecimiento de la democracia requieren el ejercicio pleno y eficaz de los derechos de los trabajadores y la aplicación de normas laborales básicas, tal como están consagradas en la Declaración de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) relativa a los Principios y Derechos Fundamentales en el Trabajo y su Seguimiento, adoptada en 1998, así como en otras convenciones básicas afines de la OIT. La democracia se fortalece con el mejoramiento de las condiciones laborales y la calidad de vida de los trabajadores del Hemisferio”. Además dicha Carta subraya que “la democracia y el desarrollo económico y social son interdependientes y se refuerzan mutuamente”.

En nuestros países, en el siglo XXI, parece que hay tres metas que deben perseguirse simultánea y armónicamente: la democracia, el crecimiento económico y la justicia social. Para ello se necesitan economías abiertas a todos, aquellas en las que todos pueden participar en pie de igualdad.

Así se podrá comenzar a superar la informalidad que amenaza la gobernabilidad democrática. Hay que formalizar el trabajo y las relaciones laborales tanto como reconocer los derechos de propiedad. La formalización debe ser de empresas tanto como de trabajadores.

Según el director general de la OIT, Guy Ryder, “hoy es más claro que el gran desafío contemporáneo de América Latina es absorber la economía informal. Esa será la prioridad en los próximos 20 años. Que el 50% de la actividad productiva no tenga responsabilidad frente al Estado es un costo enorme. Por eso es que cada vez más los países quieren la formalización. El desarrollo pasa por ahí. Es un desafío complejo”.

La informalidad no es un fenómeno que se inició el siglo pasado o el antepasado. Uno de los mejores acuarelistas peruanos, Pancho Fierro, pintó en la época colonial a la lechera, a la vendedora de pescado en burro, al yerbatero y al bizcochero entre otros trabajadores informales.

Parece que no hay nada nuevo bajo el sol; pero es hora de que comencemos a cerrar la brecha que, desde hace tanto, separa a los que trabajan en la formalidad de aquellos que no. Eso sería novedoso y positivo para nuestros países.