En las vidas de los grandes hombres suelen coexistir la realidad y la leyenda, y Óscar Acosta es un gran hombre, por eso su biografía está llena de historias extraordinarias.
Cuentan, por ejemplo, que una vez un desconocido se le acercó y le dijo: “Poeta, me encanta el poema que le dedica a su padre”. Óscar Acosta afinó la voz y con extrema delicadeza contestó: “Descanse en paz les dicen a los muertos,/pero yo no deseo que mi padre descanse/para siempre/quiero que viva/que se levante/y ande…”. Cuando terminó de recitar todo el poema, el desconocido ya era su amigo.
De acciones y gestos como este está hecha la vida de Óscar Acosta, y su obra no es menos delicada y extraordinaria.
Sus versos están escritos con una sencillez que despoja a la palabra de toda falsedad, permitiendo que a través de ella podamos tocar la vida misma, por eso puede interrogarlos “el hombre cuando necesita un espejo”, como declara el mismo Acosta en “El libro de poemas”. Sus cuentos, por el contrario, aunque con la misma simplicidad de su poesía, nos conducen a un mundo donde la realidad y la fantasía no respetan sus límites, se mezclan y se confunden.
Por todo esto y por la enorme importancia que Óscar Acosta tiene para la literatura y la cultura hondureña, como un homenaje en el mes de su cumpleaños, me permito releer tres de sus obras y expresar algunas opiniones sobre estos clásicos nacionales: “Poesía menor”, “Mi país” y “El arca”.
POESÍA MENOR. Helen Umaña ha dicho que en este libro publicado en 1957 hay una búsqueda del “intimismo, la delicadeza y la modulación apropiada a los momentos personales entrañables”. Esto es cierto, y hay que agregar que a través de esta búsqueda Acosta despoja a la poesía hondureña del altisonante lenguaje vacío que imperaba en ella y la renueva con la profundidad de los actos y las cosas cotidianas.
Y esta transformación que surge en la soledad de la escritura exige también un cambio en la sensibilidad del lector, una renovación humana. “Leamos, en voz baja, el libro de poemas”, declara Acosta, porque esta poesía no está hecha para el exagerado vigor de la declamación, hay que leerla con la suavidad del susurro, con voz apenas audible, en una experiencia de intimidad e identificación con el mundo que el autor retrata.
Una visión de la poesía como esta lleva aparejado el peligro de sucumbir ante la tentación de la tristeza; este ha sido el signo predominante en muchos escritores hondureños. Acosta, en cambio, por lo menos en este libro, escoge ser como Walt Whitman: optimista, capaz de cantarle al amor y la belleza del mundo. No encontramos en esta obra el sombrío aliento de los versos de Juan Ramón Molina ni el rencor que signa algunos poemas de Roberto Sosa, hay en esta poesía una delicada luz y esperanza. Esta obra de Acosta es el resultado de un espíritu limpio, saludable, vigoroso, por eso tiene un aliento casi fundacional, por eso parece capaz de convertirse en un canto a la vida para las futuras generaciones.
El amor es el tema fundamental en este libro. Muchas veces es un amor sensual, apasionado, pero siempre comedido. En algunos poemas Acosta es el protagonista y el objeto amado está lejano y es extrañado, por eso una fuerte nostalgia ante la pérdida impregna estos versos. En “El teléfono”, por ejemplo, el poeta confiesa: “Suena el teléfono y tiembla su cuerpo/desnudo. Viene tu voz amada atravesando/mares y países, lejanías y olvidos,/hasta llegar a mí, a nuestra habitación/empobrecida por el recuerdo…”, y en “La vuelta al corazón” declara: “No es posible olvidar lo que siempre fue tuyo/y vuelve al corazón y lo acompaña”. A pesar de la nostalgia y la pérdida, no hay dolor ni desamparo en ninguno de estos poemas.
En otros textos el poeta es solo un espectador del amor o del acto amoroso, como en “Los amantes”, uno de los poemas de más calidad en la obra de Acosta. Aquí el encuentro sexual es descrito con gran delicadeza, con la pureza propia de un acto espiritual, así “Los amantes se tienden en el lecho/y suavemente van ocultando las palabras y los besos./Están desnudos como niños desvalidos/y en sus sentidos se concentra el mundo”. No encontrará aquí el lector los excesos del erotismo vulgar.
Como en la vida, en este libro el amor es un vasto sentimiento que puede abarcar incluso las cosas más disímiles y difíciles. Así que también puede amarse intensamente a la patria, como está manifiesto en estos versos: “Mi patria es altísima/no puedo escribir una letra sin oír/el viento que viene de su nombre./Su forma irregular la hace más bella/por eso dan deseos de formarla, de hacerla/como un niño a quien se enseña a hablar…”, o puede amarse la belleza y la hermosa fuerza natural representada en un caballo: “El caballo tiene una sonrisa clara/enternecida por sus lágrimas.
Tiene/una emoción aprisionada entre sus músculos/un temblor en la crin violenta y transparente”, y además: “Las bellas mujeres no ven al hombre galopante/y admiran simplemente al lustroso caballo”.
MI PAÍS. El desencanto recorre las páginas de este libro. Óscar Acosta sigue siendo el hombre que ama a su país, pero ahora los problemas sociales se levantan como un muro entre el poeta y la felicidad y se hace necesario denunciarlos, porque “Mi país está hecho de niños/ciegos,/de mujeres olorosas a ropa/de sujetos violentos,/de ancianos/de bruces sobre el olvido./Escribo sobre la piel de la patria arrugada como un lienzo/o como una túnica endurecida”, y el futuro entonces se vislumbra como una ciudad consumida por la desgracia. En palabras de Helen Umaña: se trata de “un retrato sumamente sombrío de Honduras”.
A pesar de todo, creo que no estamos ante una obra absolutamente pesimista, lo que encontramos en este poemario es ira e impotencia ante lo que acontece a diario en las calles de Honduras, donde “…he visto mendigos/y todos extendían su mano tardía,/su diestra manchada/por la desgracia” y “los dueños del poder/duermen con una lista negra/bajo su intranquila almohada”. Es necesario denunciar estas cosas para que exista la posibilidad de cambiarlas, y Óscar Acosta asume este compromiso. En esta nueva faceta su poesía pierde delicadeza, pero sigue conservando la sencillez, economía y precisión que caracterizan a “Poesía menor” y que le permitieron renovar el lenguaje poético hondureño.
Ante la impotencia, la ironía y el sarcasmo se convierten en armas poderosas contra los culpables de los grandes males que abaten a Honduras, porque “En mi país los papagayos/llegan a dignatarios del Estado” y “El señor continúa hablando del país/como si fuera un edén, un paraíso/en el tiempo destruido”. Este poemario fue publicado en 1974, pero desde entonces las cosas no han cambiado para bien en Honduras, así que estos versos perfectamente pueden dedicarse a quienes nos gobiernan en la actualidad.
EL ARCA. Óscar Acosta solo ha publicado un breve libro de relatos, “El arca”, en 1956, pero con esto le ha bastado para convertirse en un hito y merecer el calificativo de renovador en la narrativa hondureña. El lenguaje de sus relatos es preciso y económico. La manera en que aborda los temas hace que Acosta se distancie del realismo costumbrista que dominaba en la época y lo coloca en la misma búsqueda estilística de escritores como Jorge Luis Borges, Franz Kafka y Alejo Carpentier, de quienes sin duda recibió influencia. La mezcla de absurdo, magia, mito y realidad es constante en sus narraciones.
A pesar de que estos relatos se leen fácilmente, ninguno de ellos carece de profundidad y en muchos es difícil distinguir si los acontecimientos obran de forma sobrenatural o son producto de la casualidad, como en “El cazador”, donde el personaje principal es muerto por un rayo después de dispararle a un ciervo con el que había soñado antes de la cacería. Sobre esta característica de los cuentos de Acosta, Eduardo Barh ha dicho: “Lo más complejo puede estar escrito en los términos más simples”.
Lo absurdo y el humor se combinan en “La letra Lh”, un cuento narrado en primera persona donde la protagonista es una mujer, la letra Lh, que visita al narrador para solicitarle que intervenga ante la Real Academia para que ella pueda ingresar a nuestra lengua.
Todos los relatos de este libro merecen similares elogios porque todos están hechos con idéntica maestría.
LA DESPEDIDA. Detrás de estas grandes obras que hemos comentado está el excepcional ser humano que es Óscar Acosta, un hombre sencillo que siempre se ha prestado para ayudar a los otros. Ahora su salud se encuentra deteriorada, pero sabemos que el poeta es fuerte y sabrá sobreponerse. Esperamos que pronto pueda volver a compartir el pan con sus muchos amigos. “Guerra a la muerte”.
LARGO RECORRIDO
Su poesía es profunda, serena, cotidiana y esencial. En las obras de este narrador, periodista, editor y diplomático de carrera, que forma parte de la llamada generación del 50, hay un deseo de renovación del lenguaje y una bien cuidada elaboración metafórica.
Óscar Acosta nació el 14 de abril de 1933 en Tegucigalpa, en el hogar conformado por Ismael Acosta y Mélida Zeledón.
En 1955 publica su primer libro de poesía titulado “Responso al cuerpo presente de José Trinidad Reyes”.
En 1956, con su colección de relatos “El arca”, abrió un nuevo camino a la literatura hondureña y rompió la tradición costumbrista de la narrativa. Sus siguientes obras fueron
“Poesía menor” (1957), “Tiempo detenido” (1962), “Mi país” (1971), “Antología personal” (1965 y 1971), entre otras.
Recopiló
poemas de otros autores en Antología de la nueva poesía hondureña (1967) y Poesía hondureña de hoy ( 1971).
Ha recibido varios reconocimientos, entre ellos el Premio Centroamericano de Poesía Rubén Darío (1960), el de Ensayo Rafael Heliodoro Valle, de la UNAH, en 1979; el Nacional de Literatura Ramón Rosa y el de los Juegos Florales Centroamericanos y Panamá en 1961.
Lo mejor de su obra fue compilado en “Poesía reunida”, una edición única que fue publicada en enero de 2010 por la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán.
Fue embajador de Honduras en Perú, España, Italia y el Vaticano. Es miembro de número de la Academia Hondureña de la Lengua y de la directiva de la Asociación de Prensa Hondureña (APH). Fundó la Editorial Nuevo Continente, las revistas Extra y Presente y la Editorial Iberoamericana de Tegucigalpa.
En 1960 fue director de la Editorial Universitaria y de la revista literaria Universidad de Honduras. Organizó con otros estudiantes el Círculo Literario Universitario.
Fue secretario del “Pen Club” de Honduras y editor de la sección Vida, de EL HERALDO.