Serie 1/2
A propósito de El Quijote y el Día del Idioma, me permito no estar de acuerdo con los fastos, con las celebraciones de fechas. Cada 23 de abril se nos recuerda que leer, y principalmente leer El Quijote, es un deber de todo buen ciudadano; como cuando se nos recuerda cada segundo domingo de mayo que amar a la madre es el deber de todo buen hijo o hija.
Leer, como amar, no debe ser una obligación, sino un placer que nazca desde adentro y que practiquemos sin estar pendientes del calendario. El 23 de abril está bien para celebrar en los centros educativos con lecturas continuas de El Quijote, organizar presentaciones de teatro y concursos de literatura, de dibujo, de ortografía y de redacción, pero no solamente para recordarnos que leer es importante, lo cual es suficientemente obvio.
Por otra parte, el término “lectura obligatoria” no debería existir en los programas educativos, sobre todo cuando se trata de textos literarios. Deberíamos leer simplemente por el hecho de que nos da la gana y no por imposición de autoridad alguna.
Antes de imponer, o amenazar al estudiante con quitarle puntos, el trabajo del docente debería ser motivar a la lectura. Desde luego, nadie puede dar lo que no tiene y en la mayoría de centros educativos (incluyendo universidades), los docentes no leen; algunos osadamente practican controles de lectura cuando ni ellos mismos han tenido ni el tiempo ni el interés de leer el respectivo texto.
En muchos casos, se imponen indiscriminadamente lecturas solo por el interés de vender. “Vender”, en vez de “leer”, es el verbo que más atrae a algunos docentes, cuya verdadera vocación es seguramente la de mercachifles.
Cada vez menos...
Es cierto que cada vez se lee menos El Quijote, pero es que cada vez hay menos lectores de obras literarias. En 2005 la Asociación de Academias de la Lengua Española (Asale), por iniciativa del poeta Óscar Acosta, entonces director de la Academia Hondureña de la Lengua, lanzó una Edición Conmemorativa de los 400 años de El Quijote. Se pretendía con ello lograr una edición de calidad, pero que fuera accesible al público.
En cada país se difundieron miles de ejemplares, incluso hubo donaciones importantes a escuelas y bibliotecas públicas… pero en Honduras la campaña no parece haber tenido los resultados esperados. Y es que no basta con tener un libro o una biblioteca a la disposición, hay que tener motivación para leer.
¿Por qué se lee menos? No vamos a echarle toda la culpa a los docentes, que también son víctimas de una sociedad que vive con muchas prisas y donde la cultura de la imagen y la tecnología en vez de profundizar en la vida busca simplificarla y banalizarla.
Muchos jóvenes ahora prefieren leer el resumen de un libro a través de Google, para cumplir una tarea escolar, que dedicar horas y horas a una lectura que les va a fastidiar el tiempo que pueden dedicarle a las redes sociales o a “wasapear” con conocidos o desconocidos. Sacar a un joven de esa larga manada de alucinados de las cavernas de Internet, y conseguir fascinarlo con la lectura de un texto de más de 1,000 páginas, como El Quijote de la Mancha, es un desafío enorme.
Leer un libro es una forma de leer el mundo, de releer la vida que nos rodea o de leer otras vidas posibles. Aunque es cierto que para profundizar en los valores del texto el lector requiere de ciertas competencias, pues la lectura es un proceso de construcción mediante el cual el lector antepone sus competencias culturales a la cultura contenida en el libro.
Un texto poético de Góngora, de César Vallejo o de Roberto Sosa podría resultar repelente para cualquier lector común y corriente que apenas ha aprendido a asociar palabras escritas con ideas. El gusto por la belleza literaria o artística también es parte de un proceso de construcción, una educación de la sensibilidad, que nos permite distinguir claramente entre lo vulgar y lo sublime.
La lectura es uno de los temas implícitos en El Quijote. A Cervantes las lecturas lo condujeron a la lucidez absoluta, no así a su Alonso Quijano que leyó en su mayoría libros mediocres que lo llevaron a la locura. Sin embargo, solo esa locura hace que toda fantasía sea posible, porque permite poner el mundo patas arriba para verlo mejor y tratar de recomponerlo desde abajo.
Leer El Quijote es una aventura. Aunque, como toda aventura, implica también sus riesgos. Es una obra que cada época y cada generación se percibe de manera diferente. Si se lee la versión original, esta debe estar provista de notas explicativas al pie de página, para orientar al “desocupado lector” de nuestros días. Como contraparte, El Quijote promete mucho entretenimiento pues surge fundamentalmente como una obra humorística que hace uso de la fantasía para burlarse de la ramplonería y del mal gusto de la época.
La motivación, en todo caso, depende de la capacidad del lector de identificarse con los personajes. El romanticismo, tan afín a los personajes partidarios de las causas perdidas, convirtió a D. Quijote en el prototipo del héroe de grandes ideales, cuando en realidad es un antihéroe que salta de fracaso en fracaso. Y desde entonces asociamos los ideales de solidaridad, de libertad, de justicia, de amor puro, y aun los proyectos más nobles con el quijotismo. Pretender asumir la “quijotada” como una virtud es haber mal comprendido la obra de Cervantes.
El idealismo quijotesco es solo una metáfora que le sirve a Cervantes para significar que la miseria y las injusticias no se combaten en solitario con armas mohosas y con nobles intenciones.
En todas las intervenciones en que el personaje resulta molido a palos o ridiculizado –en la mayor parte haciendo un flaco favor a las víctimas que pretende defender- el fracaso es solo la máscara del triunfo, pues el autor ha conseguido poner al desnudo la época detestable en que le tocó vivir.
Con entera razón el crítico Maynard Mack afirma que “Cervantes habría concebido a D. Quijote para mostrar el peligro que existe en malgastar el idealismo moral en empresas inútiles”. Al final Cervantes resulta triunfante con una novela que revoluciona la literatura universal, haciendo uso de un personaje cuya mayor empresa es la del fracaso y “que si no acabó grandes cosas murió por acometellas”.
Si el idealismo quijotesco no es un buen ejemplo para los lectores, ¿qué otras razones podemos encontrar para aventurarse a leer esta obra de Cervantes? Afortunadamente existen muchas y la principal es la cultural. No recuerdo bien si es de García Márquez la idea de que una novela puede considerarse importante cuando es tan buena que todo mundo afirma haberla leído, aunque no la haya leído nunca.
Lo mismo pasó con “Cien años de soledad” y lo mismo ha sucedido siempre con El Quijote, una obra de la que cualquiera afirma saber algo. Hasta el imaginario popular ha puesto en boca de D. Quijote frases que este jamás ha mencionado, como aquella de “ladran, Sancho, señal que cabalgamos”.
Otra de las razones que no se puede obviar es los valores que están presentes en la obra, que son universales pero que son de gran utilidad en la formación de los jóvenes: el agradecimiento, la amistad, la lealtad, la valentía, la cortesía, el respeto, la honestidad, la solidaridad… los cuales son recurrentes a lo largo de las páginas de El Quijote.
En pocas obras literarias se acumulan tantos valores humanos, y aunque muchos de ellos estaban vinculados con el mundo de la caballería, siguen siendo vigentes para la humanidad, y hoy más que nunca. La vida de D. Quijote es fascinante, divertida y enriquecedora.
Al adentrarnos en cada una de sus aventuras iremos descubriendo no solo una época diferente, con sensibilidades diferentes, sino que también veremos cómo la vida se va ampliando y profundizando a través de las posibilidades del lenguaje y, puesto que el genio de Cervantes busca fundamentalmente afirmar valores de libertad y de dignidad en el ser humano, nos ayudará a descubrirnos y a reafirmarnos a nosotros mismos.