Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres.
SERIE 1/2
Sucedió hace veinte años, y en estos casos, veinte años es mucho tiempo. Pero aquel secreto tenía de estar guardado bajo tierra mucho más tiempo.
“Entre cincuenta y sesenta años” –dijo el forense.
“¿Tanto, doctor?” –le preguntó un agente de homicidios de la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC).
“Sí –respondió el médico, de mala gana–, esos son mis cálculos, aunque, si desea la opinión de un arqueólogo, puede llamar a Indiana Jones”.
“Perdone, doctor –replicó el detective, tragándose la humillación y la rabia–, solo es que me parecen huesos muy viejos, y como tengo que investigar el caso…”
“Son huesos muy viejos –confirmó el doctor–, desde que se formaron en el vientre de la madre hasta este momento en que los desenterramos, creo que tienen algo más de un siglo…”
“Explíqueme, por favor”.
“Para empezar, este es el esqueleto de un hombre, que no fue muy alto, pero que llevó una vida agitada, muy agitada…”
“¿Por qué lo dice?”–preguntó el detective.
“Vamos por partes –dijo el médico, poniendo mejor cara–, y voy a hablar en términos normales para que me entienda mejor”.
“Se lo agradezco, doctor”.
“Así podrá presumir de ser un buen detective de homicidios”.
“Sí, doctor”.
“Veamos –dijo el médico, agachándose sobre el esqueleto, quitando restos de tierra con una brocha y haciéndole una señal al policía para que se agachara también–. Tiene un agujero simétrico en el hueso coxal derecho, ¿lo ve? –preguntó, señalándolo con la punta de un lápiz, y sin esperar a que el detective le respondiera, añadió: Seguramente fue hecho por una bala, pero una bala de alto calibre que fue disparada a corta distancia”.
“¿Por qué lo dice, doctor?”
“Porque el orificio es casi perfecto, lo que significa que la bala no tomó mucha velocidad, aunque, como le dije antes, es de un calibre poderoso. Si la bala hubiera sido disparada desde mayor distancia, la velocidad y la fuerza hubieran destrozado el hueso, astillándolo… o quebrándolo en varias partes”.
Siguió a esto un momento de silencio.
“¿Qué tipo de bala sería, doctor?”
“Tal vez una del calibre 44 o del 45–respondió el médico–, o quizás una carabina”.
“¿Carabina?”
“Es posible…”
El detective no dijo nada. Estaba aprendiendo.
“¿Por qué digo que es posible que sea un calibre como esos? –preguntó el doctor, sin levantar la cabeza, moviendo el lápiz dentro del orificio–, pues, porque el orificio es mayor a tres centímetros y medio, aunque es posible, también, que el tiempo haya desgastado las orillas y ampliado un poco los bordes; pero no me parece que eso haya sucedido”.
Calló por un momento.
“Se notaba que el médico era más detective que forense –dice el agente, llenando su tenedor con un generoso bocado–, porque lo estaba haciendo mil veces mejor que nosotros, y que conste que nosotros veníamos de una escuela de investigación de mucha tradición y prestigio: la escuela de investigación criminal de la Policía española. Además, tuvimos asesores del FBI y teníamos con nosotros a uno de los mejores criminalistas que ha tenido Honduras: el abogado Gonzalo Sánchez…”
Se llevó el tenedor a la boca.
“Pero el doctor era un maestro en esto”–dijo, antes de vaciarlo en el interior y empezar a masticar con evidente placer.
“¿Puedo decir su nombre?–le pregunté–. El nombre del doctor, quiero decir”.
“Ni el de él ni el mío, Carmilla”.
“¿Por qué?”
“No creo que a él le agrade mucho, y más después de lo que pasó…”
Caso
El detective calló de repente, como si se hubiera arrepentido de hablar de más.
“¿Y qué fue lo que pasó con el médico?” –le pregunté.
El agente sonrió.
“Esa es otra historia –me dijo, pidiendo que le llenaran de nuevo la taza de café, al tiempo que guardaba en un bolsillo las últimas bolsitas de azúcar dietética de la mesa–; ese es otro caso, Carmilla, y un caso horrible, en el sentido de los hechos, quiero decir… Pero no estoy autorizado para contárselo”.
“Tal vez puede adelantarme algo”.
“Es un caso de sangre –dijo el agente–, un caso en que, aunque el doctor no estaba envuelto, lo salpicó mucho y le hizo daño…”
“Adelánteme algo” –repetí, mostrando el mayor interés.
“Fue allá por 1998…–agregó él, como si no se hubiera interrumpido–. El huracán Mitch le ayudó a echarle un poco de tierra al asunto. Hoy, creo que el doctor está cerca de los ochenta y vive un retiro tranquilo… No creo que le agrade ver su nombre entre los casos de Carmilla Wyler, y menos con lo que hizo su hijo”.
“¿Y qué fue lo que hizo?”–insistí.
El agente sonrió con malicia.
“Usted me está sacando la sopa poco a poco –me dijo–, y no es de ese caso del que venimos a hablar; mejor le doy el expediente y lo termina de armar usted”.
Yo le respondí de inmediato, tratando de que no se alejara del tema.
“Solo es para que los lectores y lectoras de EL HERALDO no se queden con las ansias de saber un poco más de ese caso… Creo que si no menciona nombres, a la gente le gustaría saber, al menos, qué fue lo que hizo el hijo del forense…”
“Bueno, no es que era forense forense –replicó el agente–, porque aquí solo han existido dos médicos forenses de verdad. Uno de ellos, y que a mi juicio es el mejor, porque lo he visto resolver casos más que imposibles, es el doctor Denis Castro Bobadilla. Del otro, pues, me reservo los comentarios, aunque ya la Universidad Nacional está graduando especialistas en medicina forense”.
“Sí, lo sé, pero ese no es el tema–lo interrumpí–. Dígame, hombre, ¿qué fue lo que hizo el hijo del médico?”
El agente suspiró, dejó pasar unos segundos, y, al fin, se decidió:
“Mató a la esposa… y a la amante de ella” –exclamó, viéndome directamente a los ojos.
“A ver, a ver… Dijo, a la amante de ella… ¿No es así?”
Él sonrió otra vez y se llevó la taza a la boca, luego, le pidió más azúcar dietética al mesero y más café. Demás está decir que las bolsitas de azúcar no tardaron en desaparecer en su bolsillo. Y pidió más, ante el azoro del muchacho que no podía entender cómo un cliente endulzaba tanto su café.
“Sí, Carmilla, a la amante de ella… Era una mujer muy bonita, delgada, no muy alta y con un cuerpo espectacular… Pero es suficiente”.
“¿Y él las mató?”
“A las dos”.
“¿Y?”
“Mejor hable con el abogado Gonzalo Sánchez; tal vez él le hable de ese caso… Lo resolvimos con él…”
“Solo dígame cómo las mató”.
“A balazos. El abogado Gonzalo dijo que estaban desnudas cuando las asesinaron, porque no encontramos restos de ropa en los cuerpos quemados…”
“¿Quemó los cuerpos?”
El detective abrió el expediente del “Caso del esqueleto manco”.
“¿Qué edad tenían?”
“Una veintisiete y la otra veintidós, y eran lindas, muy lindas”.
Expediente
El detective me enseñó una serie de fotografías en las que el tiempo estaba dejando su huella.
“Vea esta” –me dijo, señalando la primera con un índice.
Yo puse el expediente frente a mí.
El médico forense había dicho:
“Tiene, además, una fractura en el fémur izquierdo, a unas dos pulgadas de donde estuvo la rótula, y si vemos bien, la tibia derecha sufrió dos fracturas, y una el peroné”.
El agente escuchaba al médico sin perder detalle.
“¿Ve esto?” –le preguntó, luego de acercarse a los pies del esqueleto.
“Sí, doctor”.
“Este hombre caminaba cojeando” –agregó el forense.
“¿Por qué lo dice?”
“Le faltan las falanges y el hueso metatarsiano del dedo gordo del pie derecho. Y si se fija bien, la cuña, que es este hueso de aquí, tiene señales de haber sido cortado, como si algo arrancó el dedo de un solo golpe”.
El médico levantó la cabeza.
“¿Va tomando nota?” –preguntó.
“Sí, doctor; mire”.
“Ahora vamos más arriba” –dijo el doctor.
Se agachó a mitad del esqueleto.
“Tiene dos costillas quebradas –dijo, poco después–; ¿las ve?”
“Sí, doctor”.
“Y aquí tenemos la mejor de las pruebas de que este hombre fue un aventurero incorregible…”
“¿Cuál, doctor?”
“A ver, señor detective –respondió el forense–, fíjese bien”.
El agente se quedó en silencio, viendo el esqueleto de arriba abajo, semienterrado todavía, con las cuencas de los ojos llenas de tierra roja, y la mandíbula sostenida por otra buena porción de tierra y piedras pequeñas.
“¿Lo vio?” –preguntó el doctor.
“No”.
“Bien… ¿Qué es lo que falta aquí?” –preguntó el forense, un poco molesto.
“¡El brazo, doctor!” –gritó el detective.
El manco
'Me sentí más que estúpido cuando dije eso –murmura el detective–, y todavía me parece ver la risa burlesca que me recetó el doctor… La verdad es que no me había fijado en aquel detalle… Pero al doctor no se le iba una”.
“El esqueleto era manco” –le dije yo.
“Sí, le faltaba el brazo izquierdo –respondió el agente–; se lo habían amputado unas dos pulgadas arriba del codo”.
“Esta fue una amputación vieja –dijo el forense, y de inmediato aclaró:–Quiero decir que este hombre vivió muchos años con un solo brazo… O sea, que envejeció
siendo manco”.
“¿Cómo habrá pedido el brazo, doctor?”
“A primera vista no veo que este hombre haya sido enfermoso… Y, sabiendo que era aventurero, a lo mejor se cayó, se rompió, o mejor dicho, se quebró el húmero, y tal vez no recibió asistencia médica de inmediato. Es posible que el hueso se haya astillado, causando otros daños que hicieron obligatoria la amputación… Pero, si juzgamos a partir del balazo que tiene en el hueso coxal, tal vez se lo volaron de un tiro, o de un machetazo”.
“¿Cómo hacemos para saber eso, doctor? Para confirmarlo, quiero decir; eso nos ayudaría a resolver este caso”.
“Poniéndole un nombre, aunque ha pasado mucho tiempo desde que lo mataron”.
“¿Lo mataron, doctor?”
El médico miró al detective con ojos molestos. Luego, le dijo:
“¿Ya vio donde encontraron el esqueleto? ¿Ve bien donde está enterrado? ¿Es este, por casualidad, un cementerio? ¿O le parece que este lugar fue un cementerio hace cincuenta o sesenta años, que son los que tiene este cristiano de haber sido enterrado? ¿Es, pues, normal, natural, que esté aquí este esqueleto?”
El agente no dijo nada.
“El doctor me tenía humillado –me dijo, haciendo una pausa–, pero arriba de la fosa, supervisando el trabajo que hacíamos, estaba el abogado Gonzalo, y él podía perdonarnos algunos errores, pero no nos perdonaba jamás el que no aprendiéramos nada nuevo en cada caso… Nos decía que no solo era nuestro deber, sino que de allí comíamos, y que, además, la víctima esperaba de nosotros que se le hiciera justicia. ¡Fue una desgracia para la DNIC cuando el abogado Gonzalo se fue!”
Volvimos al caso del esqueleto manco.
“Si se hubiera muerto de muerte natural –agregó el forense–, o por causas ajenas al asesinato, o al crimen, digamos, lo hubieran enterrado como a cualquier hijo del Señor, en un cementerio. Pero lo enterraron aquí, a escondidas, luego de que lo mataron”.
El agente tomaba notas.
“¿Ve esto en el hueso frontal del cráneo?” –me preguntó, tocando con la punta del lápiz una grieta en el hueso de unas cinco pulgadas de largo y medio centímetro de ancho, recta, y ubicada en el centro justo de la frente–. Esto fue un machetazo –agregó el forense–, que llegó hasta la mitad del parietal…”
El doctor hizo otra pausa.
“Ahora voy a decirle cuántos años, más o menos, tenía este caballero” –dijo, segundos después, raspando con una espátula la tierra que llenaba la boca.
“Solo le quedaban tres dientes –dijo, agachándose más para ver mejor–; un incisivo superior derecho, y un incisivo y un canino inferiores, del lado izquierdo. Y, como ve, crecieron mucho, lo que nos dice que este hombre perdió los dientes antes de los cuarenta y cinco años…”
Se detuvo una vez más y, luego de pensar mucho, añadió:
“O sea, que este hombre llegó a anciano. Vivió casi edéntulo unos… veinticinco a treinta años, lo que nos dice que murió, o lo ‘murieron’ entre los setenta y los setenta y cinco años… cuando alguien, demasiado furioso, y con una fuerza considerable, lo mató de un solo machetazo…”
Guardó silencio y se puso de pie.
“¿Por qué lo matarían, doctor?” –preguntó el agente.
“Eso ya es trabajo suyo –respondió el forense–. Yo ya le dije lo que dice el muerto, porque, por si no lo sabe todavía, los muertos hablan… pero solo para el que sabe entenderlos”
CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA
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