Crímenes

Esta semana en Grandes Crímenes: El día más oscuro

23.06.2018

Este relato narra un caso real.

Se han cambiado algunos nombres y se omiten algunos detalles a petición de las fuentes.

SERIE 1/2

Era un día triste. Las manifestaciones en las calles nunca fueron tan dolorosas. Había angustia en todos los rostros, muchas mujeres lloraban y las más ancianas clamaban al cielo pidiendo un milagro. Por todo el país, la indignación dejó paso a la condena y esta a la humildad, a la súplica y a la oración que salía desde lo más profundo de los corazones. Había sucedido lo impensable y miles y miles de hondureños creían estar viviendo una de sus peores pesadillas.

“¡Nos quedamos solos! –gritó doña Amelia–. ¡Nos quedamos solos!”.

Sus ojos cansados lloraban y con ella lloraban muchas mujeres más.

“Dios del cielo –agregó, alzando los brazos en una súplica desesperada y a punto de caer de rodillas sobre el asfalto caliente–, ¿dónde está nuestra madrecita?”.

Frente a la catedral de Tegucigalpa, las oraciones volaban al cielo.

“No creí que viviría para ver este día tan oscuro” –dijo el arzobispo Héctor Enrique Santos.

“Pedimos a todos los fieles –agregó el obispo Óscar Andrés Rodríguez– que con humildad nos acerquemos al trono del Señor y recemos…”

No era necesaria esta petición.

“Te pedimos, Padre Nuestro –clamaba la gente en todo el país–, que nos concedas el milagro…”

Y a unos cien metros de la catedral, en el despacho presidencial, José Simón Azcona hacía una pregunta que, al parecer, nadie podría responder.

“¿Cómo pudo pasar eso?” –dijo, viendo uno a uno a sus ministros y colaboradores.

“No sabemos, señor Presidente… Nadie esperaba una cosa así”.

“Y, ¿qué está haciendo la Policía?”

“El DIN ya está investigando, señor”.

“Llámenme a Pinel Cálix” –ordenó el Presidente.

“¿Por teléfono, señor?”

“No. Lo quiero aquí vivito y coleando”.

El presidente Azcona se refería al director de la Dirección Nacional de Investigaciones (DNI), el mayor Guillermo Pinel Cálix.

“¡Tanto escándalo por un pedazo de palo! –dijo alguien, de pronto, y, de pronto también, se hizo el silencio en la oficina presidencial. Azcona del Hoyo, que se había acercado a su escritorio, se detuvo como si lo acabara de paralizar un rayo, dio media vuelta despacio y se enfrentó al ministro que acababa de hacer aquel comentario.

“¿Qué es lo que dijiste?” –le preguntó el Presidente mientras su rostro se volvía rojo a causa de la cólera.

Sus ojos, intensamente azules, echaban chispas y las aletas de su nariz se dilataban conforme resollaba al respirar.

“¿Sabés bien lo que acabás de decir? –agregó, mientras su voz se hacía más fuerte y su acento más afilado–. ¿Sabés lo que representa eso que a vos te parece solo un pedazo de palo? ¿Sabés lo que significa para millones de hondureños?”

El ministro no dijo nada. No pudo sostener la mirada furibunda de Azcona y bajó la cabeza.

“¿Es que no has oído lo que se dice, que el respeto al derecho ajeno es la paz?”

“Lo siento, señor Presidente” –murmuró el ministro, avergonzado.

José Azcona hervía de ira.

“¡Que la Policía haga algo! –exclamó, poco después.

“Ya ha dado las órdenes necesarias, señor presidente –dijo con humilde respeto el general Humberto Regalado Hernández, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas–; un equipo especial está trabajando en el caso desde temprano”.

Era la mañana del martes 2 de septiembre de 1986. Monseñor Santos se lamentaba:

“¡Los hijos de Satanás se han robado a la Virgen de Suyapa! ¡Recemos para que nuestra Madre vuelva a su casa!”

Llamada

Eran la nueve de la mañana cuando el Presidente recibió una llamada importante.

“Ha sido un robo bien planificado, señor Presidente –le dijo el general Regalado–; los ladrones actuaron en la madrugada, aunque sabemos que desde primeras horas de la noche rondaban la ermita… Tenemos un testigo que dice que un carro estuvo estacionado frente al atrio a eso de las doce de la noche, pero que no sospechó nada…”

El Presidente escuchaba en silencio.

El general agregó:

“El sacristán y el vigilante dicen que se fueron a dormir después de las ocho de la noche, luego de terminada la misa, y que no escucharon ruidos…”

“¿No hay perros allí cerca?” –preguntó Azcona del Hoyo.

“Sí hay, señor Presidente –contestó el general–; bueno, habían perros…”

“No le entiendo”.

“Hace una semana, más o menos –siguió diciendo Regalado Hernández–, sucedió algo extraño en Suyapa, cerca de la ermita… Alguien envenenó a los perros… Aparecieron muertos unos ocho o diez… Creemos que los ladrones querían evitar que los perros alertaran a la gente…”

“General –dijo Azcona, suspirando–, no me diga nada más… Llámeme cuando tenga el caso resuelto”.

Próstata

El hombre se acomoda en el sillón, hace un gesto de dolor y levanta del suelo la bolsa que poco a poco se va llenando con su orina.

“Ya se detuvo la hemorragia” –dice, con voz cansada, luego de verla con especial atención, y hay en su acento algo de alegría.

La bolsa está conectada a su vejiga a través de una sonda clara en la que se nota un líquido dorado.

“Le pido a la Virgencita que me dé unos años más de vida –agrega, viendo hacia el frente con ojos tristes–; no me quiero morir todavía”.

Es un hombre de regular estatura, piel trigueña y rostro alargado, en el que destacan los pómulos y sobre los que se hunden los ojos negros, surcados de arrugas y de grandes ojeras. Tiene unos sesenta y cinco años, aunque aparenta muchos más, y está delgado en extremo. El cáncer de próstata, que le detectaron hace poco más de seis meses, le está robando la vida.

“Este cáncer es horrible –dice, con angustia–; es un sufrimiento que no se termina nunca, pero yo tengo fe… tengo fe en la Virgen… a pesar de lo que le hice”.

Suspira y, con mano temblorosa, aparta un poco la silla de ruedas que espera a su lado.

“Me quitaron la próstata y el doctor dice que me voy a sanar, pero la quimioterapia es peor que la misma enfermedad”.

Se hace el silencio de pronto.

Café

De la cocina, con una bandeja en las manos, aparece una mujer mayor que trata de mantener en su rostro triste una sonrisa forzada. Trae café y semitas.

“Son de Chinda Díaz –dice, con voz suave–; le van a gustar”.

Calla por un momento, pone la bandeja en la mesita que está entre su marido y yo, y me da una taza de porcelana china llena de un delicioso café de palo.

“¿Ya le empezó a contar su historia?” –pregunta, mientras pone dos semitas en un plato.

“Aún no”.

Ella agregó:

“Dice la Palabra que si confesamos nuestros pecados, Dios nos oirá desde los cielos, y será amplio en perdonar”.

Su marido tosió, cogió la taza y despreció el pan.

“Yo me robé a la Virgen de Suyapa” –dice él, con acento suave, y como si alguien apretara su garganta.

Yo no contesté.

Las tazas temblaron en las manos de mis compañeros.

“Es lo peor que hice en mi vida –siguió diciendo el hombre, viendo hacia nosotros con los ojos húmedos–; y me he arrepentido de eso desde el primer día –añadió–. ¡Hace ya treinta y dos años!”

Miró a don Renato y sus miradas se encontraron.

“Hay cosas que no debo decir –dijo, sin dejar de verlo, y como si estuviera confirmando algo que hubieran convenido–, pero no quiero seguir guardando este secreto”.

Don Renato se movió inquieto en su silla.

Ayuda

Don Renato es un hombre viejo, lleno de canas y arrugas, y aunque se sentía incómodo en aquella casa, me había prometido ayudarme y estaba cumpliendo su promesa.

“Yo sé quién se robó a la Virgen hace más de treinta años –me dijo, cuando contesté la llamada de aquel número desconocido–. Un hijo mío, que trabaja en EL HERALDO, me consiguió su número y, como soy fanático de Carmilla Wyler, me gustaría contarle toda la historia del robo, si acaso le interesa”.

“¡Claro que me interesa! –le respondí de inmediato–. ¡Claro que sí!”

“Y conozco a uno de los ladrones –agregó, con acento alegre–; y él está dispuesto a contarle su historia…”

Yo repliqué:

“Tengo entendido que, días después del robo, capturaron a dos hombres en San Pedro Sula y también a los autores intelectuales… ¿Es él uno de ellos?”

Don Renato quedó en silencio por unos segundos.

“No… –dijo, poco después–; esa es otra historia… En aquellos días, alguien tenía que responder por los delitos… ¿Sí me entiende?”

“Sí”.

Es un exagente del DIN y lleva en su mente muchos recuerdos de aquellos tiempos.

“En esos días se hacían mejor las cosas –dice don Renato–; fuera como fuera, manteníamos a raya a los delincuentes y ellos temblaban al solo escuchar la palabra DIN…”

Suspira y, después de unos segundos, agrega:

“Un día, mi general Álvarez Martínez nos llamó al Estado Mayor y nos dijo: ¿Ven esto? La delincuencia cinco, la Policía cero”.

Era el titular de un periódico en el que se destacaba el accionar de los delincuentes.

Don Renato sigue diciendo:

“Robos, asaltos, secuestros, asesinatos, violaciones, abigeato, estafas… Y los “cinchoneros”, los guerrilleros comunistas haciendo de las suyas por todas partes, robando bancos, traficando armas y drogas, secuestrando…”

“Y ustedes siguen de brazos cruzados –añadió Álvarez Martínez, traspasándolos con la mirada–, como si estuvieran pintados mientras los delincuentes se burlan de todo el mundo y la gente dice que la Policía no sirve para nada”.

Don Renato calla.

“¡Ah! –suspira–. ¡Aquel sí fue un general de verdad! Ese sí que tenía los blanquillos bien puestos”.

Uñas

El hombre extendió el brazo descarnado hacia su esposa y esta cogió la taza vacía, se limpió la boca con un pañuelo y tosió con fuerza.

“Tengo miedo que el cáncer se me vaya a los pulmones –dijo–; es un cáncer maldito, el peor de todos…”

Yo puse la taza vacía en la mesa y la llené de nuevo.

“Tal vez es el justo castigo a mis pecados –añadió él–, aunque Renato ya me había dado una parte de castigo en el DIN... cuando me arrancó las uñas para que confesara…”

“Pero era más fácil hacer hablar a un muerto” –agrega don Renato.

“No podía decir nada… Me amenazaron con matar a mi familia si yo decía algo…”

“Tuvimos que soltarlo, pero, unos años después, las cosas se fueron aclarando solas…”

“Y yo reconocí que era el ladrón… el demonio sacrílego que se robó a la Virgencita de Suyapa”.

Tosió de nuevo.

Yo le pregunté:

“¿Cómo lo hizo? Mejor dicho, ¿cómo lo hicieron?”

El hombre tomó aire, se limpió la saliva y dijo:

“No me pida nombres… Es lo convenido”.

Hizo otra pausa, como si empezara a recordar, y, al final, añadió:

“Lo planificaron desde mucho antes…”

Continuará la próxima semana

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