Crímenes

Grandes Crímenes: El esposo de Mery

10.06.2017

Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres y se omiten algunos detalles a petición de las fuentes y de los involucrados.

SERIE 1/2

Llegué a un restaurante capitalino poco después del mediodía. El tráfico era inmenso, pero ya me esperaban las personas a las que iba a entrevistar para escribir el caso de hoy.

Dos detectives de homicidios de la antigua Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC), una pareja que parecía envejecida prematuramente y que sonrió al verme, una muchacha muy joven y guapa y una enfermera del hospital San Felipe.

Habían pedido mi comida favorita: sopa wantán, res en salsa Pekín, arroz con todo, camarones Woo-bar con arroz blanco, pan recién horneado, té de jazmín y abundante chile chino. Solo Lúculo comía manjares parecidos. Bien dice el buen amigo Raúl Rolando Suazo Barillas que lo mejor de la vida son: amor, dinero y comida.

Amor en todas sus manifestaciones y variedades, dinero en abundancia necesaria y comida hasta que ya no quepa más. Hedonismo en su máxima expresión.

“Solo tenemos una vida –agrega–, y si tenemos la conciencia tranquila, hacemos el bien y respetamos a Dios, podemos estar satisfechos”.

Toda una filosofía de vida que puede predicar libremente quien no lleva en el alma el dolor que lleva aquella pareja que me esperaba.

Ella, no mayor de cuarenta y cinco años, sin embargo, llena de canas, con ojos cansados y rostro permanentemente triste. Él, poco mayor de cincuenta, con una calvicie incipiente, ojos cansados y rostro en el que destaca la angustia que carga desde hace algunos años.

“Lo esperamos todos los días –dice–, pero sé que no volverá…”

Una lágrima asoma a sus ojos y su esposa le agarra una mano, helada y temblorosa.

“Tenía veintisiete años cuando desapareció –dice ella–. Un día, en la mañana, salió para el trabajo, lo esperamos para cenar, pero no llegó nunca… Al día siguiente, la Policía encontró su carro en una calle solitaria de la aldea El Lolo. Estaba cerrado, como si lo hubieran estacionado para esperar a alguien.

Lo raro es que mi hijo no conocía esa zona. Cuando la Policía lo llevó al plantel de la DIC, no encontraron huellas digitales, ni siquiera de mi hijo, que era el dueño del carro. Un oficial nos dijo que habían limpiado bien el interior, como si a alguien le interesara borrar todo rastro dentro del carro. De mi hijo no hemos sabido nada en cuatro años”.

Por supuesto, conforme ellos hablaban, la comida iba perdiendo su encanto. Era más grande el dolor de aquella pareja.

DNIC. “Veinticuatro horas después de que los padres denunciaron la desaparición del muchacho en la DNIC, empezamos la investigación”.

Quien hablaba así era uno de los detectives. Había trabajado en personas desaparecidas y llevó el caso hasta que lo transfirieron a delitos contra la vida.

“En la empresa donde trabajaba nos dijeron que no llegó a su oficina ese día, lo que les extrañó porque él era puntual. Tampoco llamó para reportar que no llegaría. Otro detalle que nos complicó el caso fue que su teléfono celular dejó de funcionar a eso de las siete y treinta de la mañana, justo unos diez minutos después de que salió de su casa, supuestamente para el trabajo. La última llamada que recibió fue de uno de sus compañeros que le pidió prestada una camisa del Real Madrid… Este compañero dijo que le contestó normal y que incluso bromeó diciéndole que mejor se hiciera “Barça”. Dice que no notó que su amigo tuviera algún problema o estuviera bajo amenaza…”

El detective hace una pausa, se sirve más comida, la baña con chile chino, toma un sorbo de agua y agrega:

“De su casa al trabajo invertía treinta o treinta y cinco minutos, seguía siempre la misma ruta y no manejaba nunca a exceso de velocidad. Además, no llevaba a nadie, o casi nunca lo hacía. Dicen quienes lo conocen que es un tipo muy serio, que actúa después de pensar muy bien las cosas, que es muy responsable en su trabajo, que no abusa nunca de su autoridad y que sus decisiones las toma seguro de lo que está haciendo. Además, no es un hombre problemático y nadie le conoció nunca un enemigo”.

El policía hace una pausa, mastica un bocado pequeño, toma agua y sigue diciendo:

“Tenía seis meses de haberse divorciado cuando desapareció…”

Desaparición. La señora, que no había tocado su comida, lloraba en silencio. Era su primer hijo.

“Se casó joven –dice–, tenía veinticuatro años y ella veintidós, o veintiuno, no sé bien. Él estaba enamorado, adoraba a su mujer y sé que solo vivía para ella. Ella también lo quería, pero se distanciaron de repente y él nunca nos dijo por qué…”

El señor tomó la palabra como si entendiera que su esposa no podía seguir más.

“Un año entero duró el trámite del divorcio. Un día llegó a la casa, esto es, a mi casa, con maletas, y me preguntó que si podía quedarse con nosotros, yo le dije que sí y le pregunté qué era lo que había pasado. Él me dijo que se había separado de su esposa”.

“Eso nos extrañó porque sabíamos cómo la quería él –dijo la señora–, pero no le preguntamos nada más. Él es muy reservado”.

“Los detectives dicen que su hijo no tenía enemigos” –dije, hablando despacio, luego de tomar algunas notas.

“Y así es… y, por favor, no hable en pasado. Nosotros no podemos creer que él esté muerto…”

“Perdone”.

“Mi hijo nunca peleó con nadie, fue siempre bien respetuoso, bien educado…”

La señora se interrumpió de pronto y empezó a llorar a mares. Su dolor nos conmovió a todos. Dejamos que pasaran largos segundos.

“¿Tienen alguna idea de por qué desapareció?” –le pregunté después.

“Ninguna” –dijo el señor.

Yo miré a los detectives.

“Revisamos su teléfono y sus correos, tanto el personal como el de trabajo, y no encontramos nada que nos pudiera indicar que tenía enemistad con alguien o que alguien le guardara rencor. Eso hace que su desaparición sea más misteriosa”.

“¿Tienen algunos elementos en los que basar la investigación?”

“Nada, en realidad –responde el policía–, aunque revisamos las cámaras de seguridad en Ciudades Inteligentes y allí encontramos algo, aunque no nos parece muy valioso”.

“¿Qué es?”

“Él seguía la misma ruta todos los días para ir a su trabajo –respondió el detective– y las cámaras grabaron su carro. Lo extraño es que en las imágenes se ven a dos personas al frente, o sea, adelante, y parece que una tercera va en el asiento de atrás. Esto es sumamente extraño porque él jamás subía a nadie a su carro o casi nunca lo hacía”.

“¿Identificaron a alguien?”

“No”.

“¿Por qué?”

“Por el polarizado del vidrio delantero. Solo podemos ver las siluetas, y esto casi adivinando la de atrás…”.

“?Cree usted que lo secuestraron?”

“Es posible y creemos que sucedió unos momentos después de haber salido de la casa… Creemos que alguien a quien él conocía muy bien, se acercó a él en algún punto entre la casa y las siguientes dos calles que dan al bulevar, y que él, al reconocer a este alguien, habló, conversó o aceptó subirlo a su carro. Creemos que esta persona lo esperaba para arreglar con él alguna cuenta pendiente. Esto es lo único que se nos puede ocurrir ya que estamos seguros de que él no tenía enemigos”.

En ese momento, un sollozo de la madre nos estremeció a todos.

“Ellos se lo llevaron” –dijo la señora.

Por un momento se hizo el silencio. Los tenedores cayeron sobre los platos y los ojos se dirigieron a ella, que se limpiaba las lágrimas.

“Ellos se lo llevaron” –repitió.

Yo miré a los detectives.

“¿Saben a qué se refiere? –le pregunté a uno de ellos.

Este movió la cabeza hacia adelante.

“Sí –me dijo–; lo sabemos”.

“¿Y?”

“Ya investigamos por ese lado y no hemos encontrado nada”.

“Pero ellos fueron –agregó la señora, levantando la cabeza y poniendo en su acento una fuerza que no pareció salir más que de su desesperación–. Yo digo que ellos se lo llevaron, que lo hicieron para vengarse de mi hijo, como si mi hijo hubiera estado obligado…”

“Calla, mujer –intervino el esposo–, calla, por el amor de Dios… Estamos acusando a gente que quizás no tenga nada qué ver en esto… Recordá que ni siquiera la Policía ha podido encontrar algo que los una a la desaparición de Julito”.

Se hizo el silencio.

“¿Por qué alguien quiso secuestrar al muchacho y hacerlo desaparecer borrando todo rastro?”

Mi pregunta quedó en el aire.

“¿Le dijo por qué se había separado de su esposa?” –pregunté, después, tratando de llevar la conversación por terrenos más amigables.

“Él no nos dijo nada –respondió el padre–; era muy reservado en sus asuntos y nosotros lo que hicimos fue apoyarlo”.

“¿Será que la muchacha le fue infiel?”

“No –gritó, interrumpiéndome, la muchacha que nos acompañaba y que hasta ese momento no había dicho una sola palabra sobre el caso–; eso no. Mery era buena y lo quería… Es más, murió queriéndolo…”

“¿Murió?”

Ella no respondió. Un detective me contestó con un movimiento de cabeza.

“¿Usted era amiga de la muchacha?”

“Su mejor amiga”.

“Entonces usted sabe algunas cosas que los padres de Julio no saben”.

“Por eso estoy aquí –dijo ella–; he hablado con los detectives y ahora con usted…, aunque no acuso a nadie ni sé por qué Julio desapareció”.

“¿Usted conoció bien a Julio?”

“Bien, lo que se dice bien, no. Era muy estricto, aunque no era abusivo; trataba a Mery con amor, pero era terco cuando tomaba una decisión y eso no me gustaba. Pero como yo no podía meter mi cuchara…”

“¿Mery murió?”

“Sí, un año después de que se separaron, o sea, de que él se fue de la casa…”

“¿De qué murió?”

Dos lágrimas brillantes rodaron por las mejillas pálidas de la muchacha.

“Ella se lo va a decir mejor que yo” –dijo, poco después, señalando a la enfermera, que comía tranquilamente a mi lado.

Continuará la próxima semana...

+Continuar lectura aquí: El esposo de Mery (Segunda parte)