Crímenes

Grandes Crímenes: Entre la jueza y la bestia (parte II)

La humanidad debe estar podrida cuando no respeta ni hace respetar los derechos de la mujer
18.10.2020

TEGUCIGALPA, HONDURAS.-La anciana llegó tarde a la reunión, caminó hacia la silla que le ofreció Alia Kafati, apoyada en su bastón y del brazo de su esposo, un hombre maduro y de semblante triste que rayaba los ochenta años y en cuyo rostro se reflejaba un profundo dolor.

Alia le sonrió y la señora le devolvió la sonrisa.

“Gracias –dijo, con voz sonora–; a los viejos nos queda poco tiempo. Vine porque Alia me invitó para que cuente la historia de mi hija, una niña muy linda que murió a los treinta años, y a la que recuerdo con lágrimas de mi corazón”.

Calló la señora y palideció su rostro.

“Se enamoró de un chofer de bus –añadió–, y se casó con él, pero era un hombre muy celoso, y por celos la mató…”.

Se estremeció, y calló de nuevo. Las lágrimas rodaban por sus arrugadas mejillas.

“Una madrugada llegó a su casa –prosiguió–, la sacó de la cama, la arrastró hasta la sala, la desnudó, la atacó con un cuchillo y, mientras mi hija agonizaba, el muy malvado la violó… ¡Y lo hizo delante de sus hijos!”.

No pudo más y dejó escapar un quejido doloroso. Alia le puso una mano en un hombro.

“Todas nosotras sabemos lo que es sufrir violencia de parte de nuestro marido –dijo–; y con nosotras, también sufren nuestras madres…”.

La anciana sollozaba.

“Yo sufro cada segundo” –musitó.

“Hasta hoy –agregó Alia–, mi mamá también sufre todo el mal que me hizo mi esposo…”.

“Y mi mamá llora cuando ve mi mano sin dedos” –dijo otra, casi gritando.

Hubo un nuevo silencio.

La anciana dijo:

“Yo quisiera que alguien valiente defienda a las mujeres abusadas por sus maridos, y que se enfrente a los jueces que no creen en las víctimas y perdonan a los abusadores… porque no entienden la ley o porque se dejan seducir por otras cosas”.

Tomó aire, y añadió:

“El juez del caso de mi hija dijo que el marido sufrió un lapsus mental, que no sabía lo que hacía y que no podía juzgarlo hasta que no lo evaluaran los psiquiatras… Dijo que era un hombre trabajador, buen padre y buen marido, y que no era capaz de hacer tal daño por su gusto…”.

Vino un murmullo de indignación. La anciana agregó:

“Un día, mi yerno amaneció vomitando sangre en su celda, y murió… Tomó pastillas para curar frijoles… Yo quería justicia”.

“¿Justicia? –gritó Alia–. Es lo que todas queremos, pero, ¿es justicia lo que recibimos?”

Un nuevo murmullo.

Alia añadió:

“El 20 de septiembre de 2016, Christian, mi exesposo, me golpeó otra vez… Fueron puñetazos, patadas, insultos, ofensas, humillaciones y las peores bajezas; y lo denuncié… El juzgado de Violencia Doméstica lo condenó por el delito de violencia física y psicológica y le prohibió acercarse a mí y a mi casa por seis meses, y no podía seguir intimidándome… Pero él no obedeció”.

La madre de Alia, que hasta ese momento había estado callada en una esquina de la sala, dijo, con voz firme:

“Esa noche de septiembre de 2016, a la que Alia se refiere, me llamó su empleada doméstica a eso de las once, y me dijo: “¡Corra que Christian la está matando!”. Ellos vivían a una cuadra de mi casa, así que llegué rápido; entré, pero la puerta del cuarto estaba cerrada con llave. Le supliqué a Christian que me abriera, mientras mi hija gritaba; “¡Auxilio, mamá! ¡Ayúdeme!”. Como loca empecé a patear la puerta, tratando de derribarla, hasta que después de unos minutos que se me hicieron eternos, Christian abrió y se paró enfrente de mí, semidesnudo, sudando, y vi a mi hija salir del clóset, de arrastras y llorando; entonces corrí para levantarla, y le pedí a Christian que se retirara. Él me dijo: “Esta es mi casa, señora, así que la que se va es usted; y llévese a su hija”. Llamamos a la Policía y se lo llevaron preso”.

“¡Dios santo –exclamó la anciana, mirando al cielo–, si alguien me hubiera llamado cuando aquel malvado mataba a mi hija!”.

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Toro

Alia suspiró, y dijo: “Aunque Christian tenía orden de no acercarse a mí, un mes después, el 24 de octubre, entró de noche a la casa y empezó a pelear conmigo por nada. Mis tres hijos dormían conmigo en la cama, pero a él no le importó. Me levantó a la fuerza y me empezó a torear, y digo torear porque puso su frente contra la mía, bufaba como toro, respiraba fuertemente como de cólera, y me empujaba hacia el clóset, donde me arrinconó, me agarró con furia de los brazos, dejándome sus dedos marcados en la piel, y yo le recordé la orden del juzgado y que iba a llamar a la Policía. Entonces, él se alejó de mí y yo me escapé”.

“Historias como estas son miles” –me dijo Gonzalo.

Alia agregó:

“En Medicina Forense, el doctor Luis Iván Fu dictaminó que tenía equimosis violáceas, o sea, moretones en ambos brazos, producidos por un objeto rombo, como son los dedos”.

“Mi hija tenía veintitrés heridas de cuchillo –dijo la anciana”.

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Juzgado

El fiscal del Ministerio Público le preguntó al doctor Fu:

“¿En qué lugar encontró los golpes mencionados?”.

“En ambos brazos”.

“Según el color violáceo que tenían los golpes –intervino Dexa Antúnez, acusadora privada–, ¿qué tiempo tenían esas lesiones?”.

“De horas a días” –respondió el doctor.

“¿En cuánto tiempo aparece el color violáceo en una equimosis?” –preguntó Darwin García, abogado defensor.

“De horas a días… Primero es rojizo, después rojizo violáceo…”.

“Doctor –intervino la jueza Sara Isabel Rodríguez–, si nos indica cuántos días tiene el color de las equimosis”.

“Las que yo encontré eran de horas a días porque eran rojo, que es lo primero”.

“Doctor –dijo el abogado García–, cuando una persona sale de un vehículo y se golpea, ¿puede producir esas contusiones simples?”.

“Sí, pero son diferentes; el golpe de un automóvil es muy diferente”.

“Respecto a una puerta, dijo él” –intervino la jueza Sara Isabel.

El forense arqueó las cejas.

“Diga” –musitó, extrañado porque el abogado García no hizo mención de “una puerta”.

“A la puerta dijo él” –repitió la jueza con voz severa.

“¿A la puerta de un carro?”

“Sí, a la puerta” –dijo la jueza.

“Sí, podría ser”.

La jueza no siguió preguntando. Estaba satisfecha con la respuesta.

“?Qué opina usted de esto, abogado?” –le preguntó Alia a Gonzalo presentándole las páginas de la sentencia.

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Valoración

La jueza Sara Isabel Rodríguez Echeverría dijo: Dice la víctima “que el 24 de octubre de 2016, cuando dormía con sus menores hijos, el señor Castillo la agredió con golpes, la arrinconó hasta un clóset que tenía varillas de metal que lastimaban su cuerpo, pero lo cierto es que no se acreditó la existencia real de los supuestos actos declarados por la testigo y, aunque se incorporó el dictamen de evaluación física realizado el 26 de octubre por un profesional de la materia, este solo establece una equimosis violácea sin que ameritara una incapacidad y sin precisar cuánto tiempo tenían por el color, no probándose que hayan sido producto de agresión física por parte del acusado, ni que hayan sido provocadas en la fecha señalada por la señora Alia; además, el galeno no encontró más evidencias de lesiones externas, por lo que tampoco corroboraron las otras supuestas agresiones físicas causadas por el imputado cuando la empujaba hacia un clóset y que lastimaban sus otras partes del cuerpo”.

Gonzalo levantó la cabeza.

“¡La jueza juntó los hechos de la agresión que sufrió Alia el 3 de abril con el dictamen médico del 26 de octubre! –dijo, sorprendido–. ¿Por qué hizo eso si hay una diferencia de siete meses entre ambas lesiones?”.

Alia apretó los labios. Su mirada se encontró con la mirada triste de la anciana que lloraba a su hija muerta.

“¿Por qué la violencia doméstica, abogado? –le preguntó ella a Gonzalo, con voz suave.

“La violencia doméstica es un patrón de conducta –respondió Gonzalo–, a veces, adquirido desde la niñez. El abusador de mujeres vio a su padre abusar de su madre, y repite este patrón el resto de su vida. No es algo aislado, como un enojo repentino o pasajero; es algo permanente, que forma parte de la personalidad oscura del abusador… En el caso de su hija, los celos del hombre eran muestra de una gran inseguridad; en el caso de Alia, el esposo trataba de dominarla, de someterla, de humillarla… Es así… Ese patrón siniestro se repite muchas veces: padre abusador, hijo abusador, pero podemos detenerlo si lo denunciamos, tratando, incluso, de que nuestros jueces sean verdaderamente justos…”.

“Por eso es que en el juicio le expuse a la jueza Sara Isabel ese patrón de conducta de mi exmarido –dijo Alia–. Le dije que Christian tenía cinco denuncias en su contra; la primera del 3 de abril de 2016, cuando me metió al clóset y me empujó contra las varillas de metal que se me ensartaron en la espalda, pero que yo no había seguido con esa denuncia. Pero ella dijo que solo se contaba con mi declaración, que era contradictoria al ser enlazada con el examen médico… Y el ataque del 3 de abril no era parte de este juicio, por lo que era lógico que no coincidiera con el dictamen del doctor Fu”.

Se detuvo por un momento.

“¿Es que yo mentí –preguntó–, o es que la jueza se confundió con las fechas? ¿Se equivocó al no corroborar el dictamen médico con lo que pasó el 24 de octubre?”.

“Los jueces no pueden equivocarse –dijo Gonzalo–, y si el forense declaró que los moretes que tenía Alia en los brazos eran rojos y tenían de horas a días, ¿por qué la jueza dijo que él no había dicho eso?”.

Nadie contestó.

“Tal vez la jueza se equivocó –dijo–; pero, la ley debe ser exacta, como las matemáticas”.

“Pero, entonces, ¿en qué clase de jueces está la justicia para nuestras hijas?” –dijo la anciana, horrorizada.

“El sistema falla, señora –contestó Gonzalo–. Una jueza declaró inocente a un hombre que le disparó una bala en la columna vertebral a su esposa y la dejó inválida. Él dijo que estaba limpiando la pistola y que no sabía que estaba cargada. Cuando requisamos el arma tenía el cargador lleno, y no encontramos algo que demostrara que la estaba limpiando; además, la jueza no creyó en el testimonio de un hijo de la pareja, de nueve años, que declaró que su papá le dijo a su mamá que la iba a dejar en silla de ruedas, y que cuando la señora quiso correr, le apuntó a la espalda y le disparó… Hoy, esta mujer sigue esperando que la jueza le haga justicia, pero el abogado defensor de su esposo fue novio de la jueza, y el hombre está libre, se casó y tiene más hijos…”.

Alia escogió varios expedientes y los puso frente a mí.

“Este es el caso de la muchacha a la que el esposo le sacó un ojo de un balazo –exclamó–, pero la jueza dijo que había sido un accidente… Y él salió riéndose del juzgado…”.

“Solo EL HERALDO tiene el valor de denunciar estos casos –dijo la anciana, con voz clara–, y debería haber una campaña permanente contra la violencia contra la mujer. Se salvarían muchas vidas”.

Gonzalo suspiró.

“Muchos hombres violan impunemente las restricciones que les imponen los jueces para proteger a las mujeres –agregó–. En el caso de desobediencia contra el señor Castillo, esposo de Alia, la jueza Sara Isabel dijo que la jueza de Violencia Doméstica no le notificó en legal y debida forma las consecuencias legales que originaría su incumplimiento, por eso no lo encontró culpable de desobediencia”.

Gonzalo hizo otra pausa.

“¡Pero hasta un niño sabe que desobedecer trae consecuencias –dijo la anciana–; mucho más un adulto, y peor aún si se desobedece la orden de un juez!”.

“Así es”.

“Carmilla –me dijo Gonzalo–, son miles los casos como estos que están en los archivos… Miles de mujeres sufren a diario violencia de parte de sus parejas”.

Alia me miró por un momento:

“Una noche –dijo–, mi esposo me abofeteó, me agarró del cuello y abusó sexualmente de mí…”.

Calló. Se cubrió el rostro con las manos a causa de la ira y la vergüenza.

La voz de la anciana se escuchó clara y llena de dolor:

“A mi hija la violó aquel malvado mientras agonizaba en un charco de sangre”.

Concluirá la próxima semana...