DPI. A una clínica privada de Choluteca llegaron tres agentes de la Dirección Policial de Investigaciones (DPI). Los habían llamado porque en una de las camillas de emergencia de la clínica acababa de morir un niño de apenas cuatro años de edad. Lo llevaron de urgencia porque lo encontraron sin sentido en una esquina del garaje de su casa, en la hacienda de su papá, unos kilómetros adelante de Nacaome. Lo habían buscado desde hacía dos horas, y lo encontraron en aquella situación a eso de las nueve de la noche. Apenas respiraba cuando lo subieron al carro, y su pulso era demasiado débil cuando llegaron a la clínica. Una enfermera lo estaba canalizando, para administrarle suero y hacerle algunos exámenes, cuando el niño se estremeció de pies a cabeza, abrió los ojos, vidriosos, y salió de su boca una liga de sangre con espuma. Luego, la sangre se hizo más abundante, y, en unos segundos más, el corazón del niño se detuvo. Lo declararon muerto a las diez y un minuto de la noche.
“La muerte de este niño no es natural -dijo el médico de turno-. Debió tomar algo que lo destrozó por dentro... Vamos a llamar a la Policía”.
“Pero, ¿qué es lo que pudo haber tomado?” -preguntó el padre.
“Seguramente, un veneno potente” -respondió el médico.
“¿Un veneno?”.
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“Por mi experiencia de muchos años, señor, puedo decirle que sí...”.
Una mujer joven, que lloraba en silencio, se acercó al padre para abrazarlo y darle consuelo.
“¿Cómo pudo envenenarse Jorgito?” -preguntó el hombre.
“No sé -le dijo ella-. No sabría decirte”.
En aquel momento llegaron los agentes de la DPI, acompañados por un fiscal del Ministerio Público.
PREGUNTAS. “¿A qué hora encontraron al niño?” -preguntó el agente a cargo del reconocimiento del cuerpo.
“A eso de las nueve -respondió el padre-. Se había extraviado desde la hora de la cena, y lo buscamos por todas partes; hasta que lo encontramos desmayado en el garaje”.
“Según el médico de turno, el niño debió ingerir un veneno poderoso”.
“Así dice”.
“¿Encontraron algo cerca del niño que nos diga que tomó o comió alguna cosa dañina?”.
La mujer y el padre del niño se quedaron viendo.
“Ahorita que usted lo pregunta -dijo el hombre, después de unos segundos-, había una botella cerca; una botella de vidrio... Pero, en la desesperación de ver al niño desmayado, no reparé bien en ella”.
“¿Sabe si alguien la recogió?”.
“No. No sé. No creo que alguien más se haya fijado en eso... Salimos con el niño a emergencia...”.
“Entonces, es posible que la botella siga allí, en el garaje”.
“Es posible... Voy a llamar a alguien para que la busque...”.
“No. No haga eso... No sabemos qué fue lo que tomó el niño; y si eso que tomó estaba en esa botella... Además, dígame una cosa: ¿usted es hacendado?”.
“Sí”.
“Por tanto, maneja y usa venenos para controlar plagas en sus animales”.
“Así es”.
“Y, esos venenos ¿están al alcance de un niño?”.
“No. Es más, no se manejan en la casa. Hay un lugar especial en la hacienda donde se guardan, para cuando se necesitan...”.
“No llame a nadie. Vamos a enviar a un grupo de policías para que recojan la botella. No llame a nadie”.
“Está bien”.
“Usted tampoco, señora”.
“Está bien, señor”.
“Bueno -agregó el fiscal-, ahora lo que sigue es enviar el cuerpo del niño a Medicina Forense de Tegucigalpa. Vamos a saber la causa de la muerte del niño... Y, vamos a comprobar si fue accidental o estamos ante un homicidio”.
“¿Un homicidio?”.
“Sí, señor... Pero, eso lo vamos a saber con la autopsia”.
Media hora después, y mientras el cuerpo del niño, envuelto en una bolsa blanca para cadáveres, era subido a una ambulancia, el agente a cargo del caso recibía una llamada.
“Ya estamos en la casa de la víctima -le dijeron-, y aquí está la botella”.
“Tomen fotografías, que los muchachos de inspecciones oculares tomen muestras de algún líquido, si es que hay alguno en el piso, y que hagan con mucho cuidado el embalaje de la botella”.
“Es de vidrio, de refresco, y hay líquido adentro, un líquido amarillento”.
“Que no se derrame, y lleven todo a San Lorenzo. Nos venos en el desvío a Coyolito”.
El agente se volvió hacia el fiscal.
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“Abogado -le dijo-, tenemos la botella. Es de vidrio; una botella de refresco, y hay líquido en su interior... Vamos a esperar a los muchachos en el desvío a Coyolito, para llevarla al laboratorio, y para que los muchachos de dactiloscopia busquen huellas digitales”.
Se volvió hacia el padre del niño.
“Señor -le dijo-. ¿Es normal que esa botella estuviera en esa parte del garaje de su casa?”.
“No, señor... No. Eso no pasa nunca... Jamás llevamos veneno de ningún tipo a la casa...”.
“Bien. Creo que vamos a ir a Tegucigalpa... Me interesa especialmente este caso”.
“Nosotros vamos también... Para esperar que nos entreguen el cuerpo de mi hijo”.
“Perdone una pregunta, señor...”.
“Dígame”.
El agente se quedó pensando unos segundos, y, al final, dijo:
“No. Nada. Después hablaremos de eso”.
La ambulancia dejó el estacionamiento de la clínica. La siguieron dos carros. El de la DPI y el del padre de Jorgito.
MEDICINA FORENSE. Eran casi las siete de la mañana del día siguiente, cuando el médico forense tenía en sus manos el resultado de la autopsia.
“Veneno para ratas mezclado con refresco de naranja -le dijo al fiscal-. Afortunadamente, el niño no tuvo una muerte cruel, como debió ser después de ingerir más de la mitad del contenido de esa botella. Perdió el conocimiento, y eso le evitó una muerte dolorosa. Y, por supuesto, no se trata de un accidente. Esta no es una muerte accidental”.
“Eso creo -dijo el fiscal-. Alguien mezcló el veneno para ratas con el refresco, lo llevó con la intención de encontrar al niño, llevarlo a un lugar solitario, o donde nadie pudiera verlos, y allí se lo dio a beber. Porque debemos creer que en la casa no se prepara este tipo de venenos... O sea, que estamos ante un homicidio; o, mejor dicho, ante un asesinato bien premeditado y bien ejecutado”.
El agente de la DPI intervino.
“Si hay huellas digitales en la botella, pronto vamos a tener al asesino”.
HUELLAS. A eso de las diez de la mañana, uno de los especialistas del departamento de dactiloscopia de la DPI, tenía los resultados.
“Levantamos cinco huellas -dijo-, y tres están completas. Son huellas digitales de la mano izquierda de una mujer de dedos largos y delgados. Y, comparando las huellas con el registro, tenemos un nombre Aída Trinidad Fuentes Yánez”.
“¡Excelente trabajo!” -exclamó el agente.
Y, con el informe en las manos, se reunió con el fiscal. En aquel momento le entregaban el cuerpo del niño a sus padres. El agente le preguntó, directamente, viendo por un momento a la mujer que lo acompañaba:
“Señor -le dijo-, ¿conoce usted a una mujer que se llama Aída Trinidad Fuentes Yánez?”.
“Sí, señor... La conozco. Pero...”
“¿Quién es ella?”.
El hombre tembló antes de responder:
“Es mi exesposa; la mamá de Jorgito... ¿Por qué me hace esa pregunta?”.
“Dígame algo más: ¿hace cuánto tiempo que su exesposa vio a su hijo por última vez?”.
“Pues, hace como dos meses... Ella tiene problemas... y está con un psiquiatra... Y por eso el juez me dio la patria potestad del niño... Pero, ella lo puede ver cada semana si quiere, siempre y cuando esté alguien con ella...”.
“¿La vio ayer?”.
“¿Ayer? No. No. ¿Por qué...?”.
“Señor, encontramos huellas digitales de su exesposa en la botella en la que estaba el veneno con el refresco que tomó su hijo... Tenemos que encontrarla para hacerle unas preguntas...”.
“Preguntas no, señor -intervino el fiscal-. De hecho, creemos que ella es la asesina de su hijo...”.
“Eso no es posible”.
“Si no es posible, entonces, dígame: ¿cómo están sus huellas en la botella que tenía el veneno que mató a su niño?”
El hombre no dijo nada.
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“Creemos que llegó a su casa, que se escondió en alguna parte, que esperó a ver al niño, lo llamó, estuvo con él, y le dio a beber el refresco... El niño, inocente, lo tomó; y lo que tomó fue la muerte de la mano de su propia madre”.
“Esa mujer siempre me ha odiado... -dijo el padre-. Y odia a mi esposa... Ahora voy entendiendo”.
“Vamos a poner una alerta migratoria desde este momento, por si trata de salir del país... ¿Sabe dónde podemos encontrarla?”.
“Ella vive en San Pedro Sula”.
“Bien, denos la dirección... Vamos a pedir ayuda a los compañeros de allá”.
NOTA FINAL. En la dirección de San Pedro Sula, los policías no encontraron nada. La madre de Aída dijo que había viajado a Tegucigalpa dos días antes, y que regresaría en una semana. Que eso fue lo que le dijo. Cuando le dijeron por qué la buscaban, la señora casi se desmaya. Los agentes pidieron permiso para buscar en el cuarto de la mujer. La señora estuvo de acuerdo. Allí encontraron cinco paquetes de veneno en polvo para ratas. En dactiloscopia encontraron sus huellas digitales en los sobres. Pero, esa misma tarde, mientras en Nacaome enterraban el cuerpo de Jorgito, un agente de Interpol de San Salvador llamó a la Policía de Honduras. Acababan de detener a una mujer que se llamaba Aída Trinidad Fuentes Yánez, y que esperaba en el aeropuerto para tomar un vuelo a Los Ángeles, Estados Unidos.
“No queremos este tipo de gente aquí -dijo el agente de Interpol-. La vamos a llevar en silencio a la frontera del El Amatillo... Allí se las vamos a entregar”.
La mujer no fue juzgada. Los psiquiatras dijeron que se había desconectado de la realidad, y que no se recuperaría nunca. No dijo una sola palabra desde que la capturaron, y no habló ni siquiera con sus médicos. Tiempo después, murió, y su muerte fue horrible. Esto lo vamos a contar en un nuevo caso.
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