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En el corazón de La Diabla

<p>Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres. Está más que claro que la justicia divina tarda pero no olvida.</p>
12.01.2013

UN HOMBRE. Sebastián María Alfonso Rolando Manuel de la Tecuhtzincalpan, vocablo este último que se traduce como Tegucigalpa y que en náhuatl mejica significa algo así como “casa del amado señor” o “cerro de los sabios”, y no “cerro de plata” como se ha creído hasta ahora, ya que filólogos y otros investigadores serios aseguran que en la época en que los indígenas bautizaron su pueblo con ese nombre que redujeron a Taguzgalpa, ni sabían siquiera que vivían bajo un mar de plata que se conservó virgen bajo sus inocentes pies para que lo saquearan los voraces, inhumanos y brutales conquistadores españoles, a los que Emtepica y Elempira, dignos representantes de la raza lenca, estuvieron a punto de derrotar, hasta que Rodrigo Ruiz, bajo el mando del capitán general don Francisco de Montejo, se enfrentó a Elempira en la batalla de Siguatepeque, y a quien, después de una dura lucha, logró vencer, matar y cortarle la cabeza que fue a poner como prueba indubitable en manos de su general. Esto, por supuesto, desdice la romántica historia de la odiosa traición, inventada, seguramente, por alguien que no conoció jamás la maravillosa y fácilmente comprobable verídica obra de Mario Felipe Martínez Castillo titulada “Los últimos días de Lempira”, que me regaló, hace unos días, mi buen amigo Miguel Ángel Gámez, escritor, poeta e historiador, además de ingeniero.

Bien. Después de saborear un poco de la historia de este bello país, continuemos.

Sebastián María Alfonso Rolando Manuel de la Tecuhtzincalpan (lo llamaremos así, con todos esos nombres, para hacer honor a la aristocracia que exhumaba por los poros) vivía cómodo y feliz en la casa que alquilaba, desde hacía tres largos años, cerca de un populoso instituto en una exclusiva colonia de Comayagüela.

Tenía su familia, su crecida familia, valga la aclaración, sus empleadas, dos perros de raza fina, más un escandaloso y consentido chihuahua, una pecera como un acuario, en el que nadaban perezosamente piezas exóticas, dos pericos australianos, a los que se propuso pintar de negro para emular a Pablo Escobar, que se consideraba a sí mismo el segundo hombre más importante del mundo después del Papa, y que llegó a amasar una fortuna de más de veinticinco mil millones de dólares, que no se llevó al otro mundo, si es que hay alguno, y que se dio el gusto de tener en su zoológico una pareja de pericos de este color, que por estar en franco peligro de extinción pagó por ella cinco millones de dólares, según dicen, también, las malas lenguas, esas que se complacen en denigrar todavía al “patrón del mal”.

Tenía Rolando (a veces cansa escribir tantos nombres) además, un gato de angora, gordo y haragán, como Gargantúa y Pantagruel, dos carros, mejor dicho, dos camionetas de lujo, una Runner y una Volvo del año, un menaje de casa, también de lujo y carísimo, una cava llena de vinos raros y costosos, con un bar pequeño donde brillaban copas de cristal de Carrara y que era su castillo en momentos especiales, momentos dichosos que disfrutaba permanentemente, como el perfecto hijo de Giovanni Giacomo Casanova que era; y, unido a tantas bendiciones de algún dios generosamente alcahueta, Rolando, el dichoso Rolando, según dicen, tenía una amante, una amante más bella que la luna, como dicen los poetas enamorados en “Las mil y una noches”, y a la que le consentía hasta el más mínimo capricho. Es más, y esto, que gritaban a los cuatro vientos las lenguas viperinas –las cuales, no por padecer de la virtud del chisme, un don tan cercano al periodismo natural o empírico, dejaban de estar bien informadas–, a esta belleza casi bajada del cielo la habían transformado en un ángel, para el placer particular del gran señor, las manos mágicas del doctor Emec Cherenfant, con todos sus atributos, menos las alas, lamentablemente, atributos que vamos a enumerar con especial dedicación: turgentes senos copa cuarenta y dos C, capaces de detener al sol sin que lo pida Josué (aunque en mi humilde opinión la que debió detenerse fue la Tierra ya que es la que se mueve alrededor de Sol, pero Dios sabe mejor sus cosas). Volvamos a la bella: vientre tan plano y tan liso como un espejo, tan provocador como el mismo pecado, y tan seductor como la misma tentación, adornado con un ombligo como el de la mismísima Eva antes de que se embarazara de Caín, y a pesar de que Adán ya la ‘conocía’; caderas a lo Jennifer López, tan provocadoras a la vista como agradables al tacto, monte de Venus, calvo en toda su hermosura, y artísticamente pronunciado, tan retador, además, para ser escalado, como la cumbre del Everest, sobre todo cuando se vestía con la nieve pura de un pantalón blanco o se entretenía, inocentemente, en seducir al mar con un diminuto bikini, aunque no era tan diminuto como una moneda de un centavo amarrada a dos hilos de seda, como bien desearan algunos pervertidos que le piden castidad y dominio propio a Dios, pero para la apacible vejez. Agregado a semejantes maravillas cherenfantianas, un capricho digno de un príncipe, de un jeque, de un zar o de un rajá: la reconstrucción del himen, un bocatti di cardinale, la joya de la corona de su pasión de Don Juan incorregible, de seductor incomparable, de macho sin par, como la sin par Dulcinea del Toboso Real.

MINA. Todo lo anterior, por supuesto, se sostenía en un prodigioso cargo, en un maravilloso, relajado y productivo trabajo en el que se desempeñaba como alto, eficaz, honrado y cumplido funcionario del gobierno, a lo que unía, atesorándolo en su corazón, el poder que dan las amistades y las buenas relaciones políticas, incluida la de un designado presidencial, cinco ministros, el presidente del partido, medio Congreso Nacional y la cabeza, medio vacía, que se desempeñaba como presidente de la Corte Suprema de Justicia en esa época. Lo único que faltaba en su lista de amistades, eran pastores, sacerdotes, apóstoles, taumaturgos y profetas, lo que al buen conocedor debía parecer extraño, dada la sobreabundancia de estos pescadores de almas que hay en Honduras. A pesar de esta divina falta, que mucha falta le iba a hacer muy pronto, Rolando iba viento en popa por la vida. No podría encontrarse hombre más feliz sobre la faz de la Tierra y sus alrededores. Sin embargo, había una mancha negra en aquel corazón contento.

CASA. Tres años hacía que vivía en aquella casa que había convertido casi en un palacio, y que había alquilado en el mismo momento en que comenzó su bonanza, seguro de que le esperaba un diluvio de bendiciones en el que él llamaba, con sobrada razón, ‘el gobierno de mi partido y de mis mejores amigos’. Tres años demasiado cortos para tanta dicha, pero que se habían convertido en una amarga eternidad para doña Pina, la anciana de casi ochenta años, dueña de la casa que, confiando en la afabilidad del seductor y en las promesas de Su Majestad, se la entregó solo con el pago del primer mes. Habían pasado treinta y cinco meses más y no había vuelto a ver ni un centavo del alquiler. Es más, refugiada en una casa de tablas, medio comida, decepcionada y enferma, fue obligada por Rolando a que le firmara un solo recibo por los pagos atrasados y, acto seguido, a que le firmara el traspaso por venta en el protocolo de un prestigioso abogado, que pasó a mejor vida con todos sus pecados. Temblando de miedo y ante la imagen dolorosa de su hijo cuadripléjico de cuarenta y cinco años, la anciana maestra jubilada firmó por un millón de lempiras que saboreó solo en el papel. Una semana después, gracias a sus poderosas influencias, la casa estaba a nombre del flamante Rolando, cuya adquisición la celebró con una fiesta como no se había hecho en la historia de la humanidad.

DOÑA PINA. Nada tenía ya la desdichada señora y, para colmo de males, la bondadosa persona que la apoyaba desde lejos con unos pocos dólares al mes, según los vecinos, se había descuidado en el tálamo nupcial y se había embarazado, a la peligrosa edad de cuarenta y dos años, con su diabetes, su hipertensión y su pie amputado. Para amargar más las cosas, el feliz autor de semejante gracia, un garañón colombiano veinte años menor que ella, se despidió después de hacerle el favor y de decirle dulcemente, como si por su boca estuviera hablando el propio Confucio: ‘Pájaro que comió, voló’. Con esta nueva desgracia, doña Pina se hundió más en la desesperación.

CONSULTA. De nada le servían las quejas, de nada le servían los ruegos, los testigos y las lágrimas. Papelitos hablan y todo era legal. Rolando llegó a creer, en medio de la tristeza que le causaba la señora, que esta estaba chochando y que padecía demencia senil. Además, no se explicaba qué había hecho para derrochar en tan poco tiempo el millón de lempiras en efectivo que le había entregado en sus santas y respetables manos. Rolando estaba conmovido.

LA DIABLA. Doña Pina moría de hambre y de pena, su hijo sobrevivía por la caridad de los vecinos y cada vez se les hacía más cierto aquello que dice que no hay cuerpo que resista un mal que dure cien años. Sin embargo, Dios, clemente y misericordioso, que se rinde ante el corazón contrito y humillado y ante las rodillas que se doblan sinceramente ante él, pronto iba a hacerle justicia, y de manos de quien, quizás en la mismísima corte celestial, nunca hubieran imaginado. ¡De manos de La Diabla!

PETICIÓN. Desesperada y con deseos de dar la última batalla, doña Pina le habló a un par de muchachos de la pandilla 18 para pedirles ayuda. Les explicó su terrible problema y estos, indignados, le dijeron que hablarían con alguien más poderoso que ellos en la pandilla, y que volverían. Tres horas después estaban de regreso, con abundantes provisiones, dinero, un médico y una enfermera, y una mujer especial que mandaba como toda una general: La Diabla. Doña Pina le confió su calvario. Ella le prometió su ayuda.

“Pero no quiero que hieran a nadie, mamita –le dijo la anciana, suplicante–, solo que hablen con él. A usted sí la va a escuchar”.

La Diabla sonrió con dulzura.


VISITA. Rolando, como hombre de mundo que era, llegó a las tres de la mañana a su casa. La Diabla lo estaba esperando y le salió al paso.

“Somos de la 18 –le dijo la muchacha, con voz de acero, identificándose–. Vos le robaste esta casa a doña Pina –agregó lo más amablemente que pudo– y se la vas a devolver en un mes, ¿me estás entendiendo? Un mes. Es lo que te damos para que busqués casa nueva y nos evitemos problemas. ¿Entendido? Este es el primer aviso”.

“A mí no me amedrentan ustedes, no me jodan –respondió, más valiente que Conan el Bárbaro, el borracho Rolando–; esa vieja me vendió la casa y ahora se hace la de a peso. Presa voy a meter a esa vieja ‘basuca’. No saben con quien se están metiendo”.

La Diabla no dijo nada, subió a su camioneta y se fue. Volvió justo un mes después. Y, como antes, les tocó esperar a Rolando. Llegó a las dos de la mañana, cayéndose de borracho.

“Veo que no te has ido –le dijo La Diabla–, pues te damos otra oportunidad. Tenés quince días para que busqués casa. Quince días. Este es el segundo aviso”.

Y, también como antes, Rolando los insultó, los amenazó y hasta los retó.

Quince días más tarde, regresó La Diabla. Rolando llegó a las once de la noche, menos borracho que la última ocasión.

“Tercer aviso –le dijo la muchacha–, y último. Ahora preparate”.

Rolando, a pesar de su aristocrático porte, le enseñó el dedo del corazón erecto, y escupió a sus pies. La Diabla se fue en paz, sin odio ni cólera en el corazón, tal y como se lo había prometido a doña Pina.

LA VISITA. Era un sábado frío, lluvioso, en el que soplaba un viento polar que calaba los huesos.

Dos volquetas gigantescas, cargadas de tierra, depositaron su carga en una de las entradas de la colonia, bloqueando el primer acceso, y luego se fueron a estacionar, con los tonós abiertos, en la segunda entrada, aislando la colonia por completo. Nadie entraba y nadie salía. Ni siquiera la Policía.

Cincuenta muchachos, en orden y en silencio, aparecieron de la nada, cuarenta de ellos sin más armas que gruesos garrotes de metro y medio de largo, pesados como barras de hierro. Los diez restantes se quedaron para conversar con los guardias y para ayudarles a cuidar la colonia, con sus pistolas de 9 milímetros y sus cuernos de chivo con cargadores de caracol.

La Diabla dio una orden y diez muchachos fueron de casa en casa para avisar que la 18 tenía una fiesta en casa de un vecino y que a nadie se le ocurriera salir a espiar o llamar a la Policía. Lo pedían como un favor especial. Después de esto, se unieron al grupo que ya había forzado el portón de entrada a la casa de Rolando y esperaban órdenes en el amplio jardín.

Cuando Rolando, asustado, bajó las gradas del segundo piso y se encontró con La Diabla en la sala, esta le dijo:

“Te lo avisamos tres veces –y le mostró tres dedos de una mano–. Espero que estés preparado”.

Se volvió a sus muchachos y dio la orden:

“¡Empiecen!”

CAOS. Los garrotes entraron en acción. El escándalo con que destruían las cosas de la familia se escuchaba hasta en el bulevar. El televisor de la sala estalló al primer golpe, los sillones los abrieron con navajas filosas y las plumas de ganso volaron por los aires, los cuadros cayeron al suelo, sobre los jarrones y los adornos hechos añicos, las mesas se hicieron pedazos en unos segundos, el equipo de sonido pasó a la historia, junto a los DVD, el Xbox y el Nintendo. De la cocina no quedaba nada. Los muchachos, como hormigas, sacaron a la calle la estufa, la refrigeradora y todo lo que había adentro, para destruirla cómodamente afuera. Los dormitorios fueron quedando vacíos, incluido el de la servidumbre, y los carros, fueron estacionados en la calle sin vidrios, sin focos, con las llantas y los asientos destruidos a navajazos, y con el motor encendido, luego de que pusieron cinco libras de azúcar en cada tanque de combustible.

La pecera no existía ya, de los perros, el único que enseñaba los dientes era el chihuahua, y los pájaros habían desaparecido. El gato era el único que se mostraba tranquilo en medio de aquel caos, en que nadie había demostrado su miedo u opuesto oposición alguna ante la advertencia clara de que cualquiera de esas dos debilidades sería castigada severamente. Aquella visita era el deseo de Dios de que se hiciera justicia a la anciana despojada. Eso era todo.

FIRMA. Cuando terminó la visita y nada quedaba en la casa que perteneciera a Rolando y a su familia, y cuando todos estaban en plena calle, en ropa de dormir y temblando de frío, La Diabla llamó a Rolando para que se acercara al tonó de su camioneta Volvo, cuyo motor hacía un sonido extraño. Hizo una señal, y de algún lugar en la sombra, apareció un hombre delgado y ojeroso, que se acercó a ellos con una carpeta en la mano. La Diabla le explicó a Rolando:

“Este es el traspaso de la casa a nombre de doña Pina, vas a firmarlo de buena voluntad, después de que reconozcás que se la quitaste con engaños y amenazas. Te advierto que no estamos autorizados a usar la violencia con vos, como te merecés, pero te sugiero que firmés y devolvás lo que no es tuyo. Si necesitás tiempo, te esperamos. Mis muchachos van a limpiar la casa para entregársela a doña Pina en la mañana, y no debés darte prisa en tomar esa sabia decisión. Por si querés, tenemos un busito esperando en el bulevar para llevarte con tu familia a donde digás. Este fue el compromiso que hicimos. ¿Qué decís?”.

Rolando, temblando más de miedo que de frío, aceptó firmar. El abogado firmó a su vez y, dos personas más, salidas sabe Dios de donde, sirvieron como testigos.

A las nueve de la mañana, doña Pina, caminando sonriente, recibió su casa, dio gracias Dios, y bendijo a La Diabla. Esta le sonrió con una de esas sonrisas que solo iluminan el rostro cuando el corazón está satisfecho.

“¡Ay, hijita, ¿cómo les puedo pagar?” –dijo doña Pina, ebria de felicidad.

“No tiene que pagarnos nada, señora; solo que de ahora en adelante fíjese a quien se la alquila”.

Dicen los vecinos entrevistados para escribir este caso, y que no se pierden EL HERALDO los domingos, que hay mucho más que decir de Sebastián María Alfonso Rolando Manuel de la Tecuhtzincalpan, pero no nos interesa. ¿Cuánta más luz existe en el corazón de La Diabla?