TEGUCIGALPA, HONDURAS.-En el mes de enero de 2020 visité el taller de Antonio Cañas en San Salvador, de entrada me sorprendió su pintura, había en ella una sinceridad absoluta y una profunda vocación humanista.
Paisajes rurales, paisajes urbanos, personajes, apuntes de la ciudad y una densa cotidianidad habitaban aquel taller; había en esa pintura una tendencia programática que lo vinculaban al realismo. Su paleta realista está sustentada en vivas metáforas y en una plástica que da cuenta de un repertorio técnico de alta calidad.
En esa pintura puede advertirse el diseño plástico de una experiencia de vida moviéndose en distintas direcciones. En el fondo, estas obras son estructuras visuales dotadas de una fuerte energía existencial.
Advierto que cuando vi esta pintura me sentí doblemente conmovido, por un lado me sentí seducido por los sueños y obsesiones que expresaban esos trabajos, pero por otro, me sentí halado por la sintaxis formal de las obras.
Fernand Léger sostiene que la perfecta coherencia entre volúmenes, líneas y colores definen la estrategia visual del objeto pictórico, si uno de esos elementos queda excluido en detrimento de los otros, no hay pintura como objeto estructurado; pues bien, esas cualidades estaban presentes en todas las obras de Antonio Cañas; este conjunto de características visuales que he señalado confirman la máxima central de la pintura moderna: el valor realista de una obra es perfectamente independiente de toda cualidad imitativa. Pienso que, como buen artista moderno, Cañas no pinta objetos, pinta sensaciones que luego se deslindan hacia escenarios psíquicos.
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Humanismo y lenguaje pictórico
Estamos ante una pintura que reivindica lo humano en un mundo frívolo y decadente, que en el terreno de lo moral vive preso de una gazmoñería barata. La contraparte de estas preocupaciones éticas del artista se resuelven en un lúcido realismo que encuentra su lógica visual en una propuesta sólida, donde el color es el elemento estructural que define todas las coordenadas formales del objeto. Antonio Cañas es el representante salvadoreño de una pintura que marca la impronta de una época, ha contribuido a perfilarla y a darle sentido dentro de una cultura que ve la belleza como un crimen, solo que el sentido de belleza en la obra de Cañas pasa por el tamiz crítico con que asume la realidad. En Cañas, el color y el dibujo determinan su semiótica, es decir, su universo de significaciones, cada tono, cada línea construyen una lógica de sentido.
El propio artista en la serie “Paisajes urbanos” sintetiza magistralmente su poética pictórica o su programa visual: “cuando se navega en el dibujo al natural, específicamente cuando tomamos el apunte, la idea es captar en el menor tiempo posible la estructura, el movimiento, la expresión, la línea… el artista tiene la posibilidad de descubrir y redescubrir el modelo, todo depende de la manera de ver; en algunos casos, el modelo te cuenta una cosa y el dibujo te cuenta otra, ¿a quién se le debe prestar atención?; el modelo te ofrece la posibilidad de ver a la persona y si logras meterte en ella, sientes a un ser humano, por otro lado, si tu atención se dirige al dibujo, es posible que te conozcas un poco más y con el tiempo desarrollarás tu propia personalidad en la línea”.
Walter Benjamin decía que el artista debe buscar su “ser lingüístico”, las líneas anteriores dejan clara esta búsqueda de Cañas. Las obras de la serie “La mirada de la bestia”, dentro de la que destaco “Adán y Eva”, dejan ver un lenguaje fincado en la tradición realista pero a su vez construyen una atmósfera introspectiva que habla de las preocupaciones de un artista contemporáneo. Estas piezas poseen un alto valor simbólico, es impresionante cómo bajo una iconografía figurativa el artista nos hace viajar por las “cavernas del subconsciente” como él mismo lo afirma. En la obra de Cañas, toda decisión formal pasa por una interpretación psicológica del color; en la serie “Paisajes urbanos” el color se torna oscuro, nostálgico, una gélida penumbra asoma en el lienzo; más que edificios estamos ante la metáfora visual de un ser desbordado por la angustia; con mirada antropológica, el artista busca el “ser de la pintura”, pero a su vez, acercándonos a la poesía de Huidobro, podemos decir que la pintura de Cañas “llora en la punta del alma”. El mismo artista ha dicho que encuentra belleza en la “penumbra de lo sombrío”.
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Una estética de luces y sombras
La contraparte de esta pintura gris o de esa introspección que viaja en las sombras del ser es el “Paisaje de campo”; allí, desde una pincelada concentrada, muy orgánica y texturizada, surge un color rutilante, de extrema vibración visual, su forma la decide el empaste. Siempre he creído que Antonio Cañas no pinta paisajes, pinta el lenguaje del color, el discurso de la luz; el paisaje solo es una excusa para narrar su semiótica del color: un verde más que follaje es un verde, un amarillo está allí para generar una degradación tonal, para atenuar con su luz un tono puro; toda la composición es a base de tonos, el color es la forma del paisaje. Como señala Marta Traba: “La pintura comunica pintura”, en tal sentido, la pintura de Cañas integra una serie de convenciones muy específicas por donde transitan el lenguaje pictórico y su correspondiente programa de significaciones.
Quiero intentar una hipótesis: si observamos cómo se comporta la propuesta visual del artista en los “Paisajes de campo”, los “Retratos de ciudad”, o la serie “La mirada de la bestia”, podemos inferir que el conjunto de la pintura de Cañas forma un extraordinario claroscuro que se resuelve en un doble sentido: en el plano del color, el paso de un tono cálido a un tono frío, de una visibilidad transparente a otra de naturaleza opaca; en el plano de lo humano, el paso de una realidad exterior que condiciona la conciencia del hombre, conduciéndolo a ese viaje interior en el que el subconsciente lo reimagina en toda su existencia.
Esta pintura reclama su derecho a existir a contracorriente de la historia; en el nervio de esta pintura germina dolorosamente la conciencia del hombre.