Tiene detalles escabrosos contados con la naturalidad con que sucede la vida –una acongojada viuda se casa con el hermano de su difunto marido, por ejemplo–, respuestas cuyo sentido sólo se adivina al final, soledad y nostalgia. Todas estas cosas construyen un retrato escueto de los últimos años de una mujer, con sus absurdas incertidumbres y esos grandiosos recuerdos de paisajes y colores que una vez fueron la felicidad.
En este relato hay una especie de universo emocional contenido, da la impresión de que todo termina antes de explotar. Y la vida es un estado breve que se pierde paulatinamente, sin dramatismo ni sorpresas finales. En las imágenes del noruego Edvard Munch que acompañan el texto, en cambio, las emociones se desbordan a través de los colores y los gestos.
El silencio de la muerte
Alfonso Maestre de la Dúa murió a las tres de la mañana en el Hospital Regional, desde allí enviaron sus restos a la morgue; y los trámites se alargaron hasta las seis de la tarde. A las siete de la noche Aurelia llegó a su casa seguida del automóvil funerario que llevaba el cajón de su marido.
Con pocas dificultades lo instalaron sobre una mesa de madera de caoba que el difunto había labrado en vida. La mujer dio aviso al vecindario y en seguida familiares y amigos se reunieron. Lo velaron. Al día siguiente lo llevaron al cementerio. Lo sepultaron. Durante tres semanas Aurelia no se presentó a su trabajo, alegando el derecho al luto.
–Pero… ¿tres semanas?-, le dijo un amigo suyo, con quien solía compartir los almuerzos en 1990 en el trabajo.
–Sí, y ¿qué?-, respondió ella.
No le importaba si la despedían. Total, ya no podían hacerle más daño del que ya había soportado.
Desde entonces, la viuda empezó a sentir ese terrible dolor que le roía las vísceras, destruyéndola lentamente en su interior.
Pero la memoria de su marido fue curándose con premura. Tres meses después, Aurelia ya tenía las amistades recuperadas. Ya no lloraba al referirse al difunto, ni se persignaba en su honor al pasar frente a la catedral.
Y tres años después, a la mujer, sin dar explicaciones a nadie, sencillamente repuesta de su ayer, se la veía feliz y contenta andar por las calles junto a un nuevo esposo, Carlos Maestre de la Dúa, hermano del difunto.
Pero el pasado no se borra. En los últimos días le habían entrado las dudas, las preguntas se le habían acumulado en la memoria y empezaba a sentirse vacía. El dolor en sus entrañas se había agudizado y había llegado a creer que su vida pronto acabaría. Así que decidió cuestionar a su amante.
–¿Adónde va a llevarnos todo esto?–, le preguntó un viernes al caer la tarde.
En su casa de campo, con vistas a la montaña, Carlos, hombre maduro y experimentado, guardó silencio. Le dio una calada al cigarrillo y volvió a colocarlo sobre el cenicero. Esperó un momento para digerir el sabor del humo que se revolvía dentro de sí, luego lo expulsó con la parsimonia acostumbrada. Tenía sus brazos desestresados sobre los brazos de la mecedora que rechinaba levemente con el movimiento pendular.
–Todo es una gratitud incomprensible–, respondió.
Ella, recostada en la mecedora de al lado, no comprendió la respuesta. Con los ojos fijos en la montaña que se mostraba como una gran pintura natural frente a ellos, reflexionó la respuesta. No la halló acorde a su consulta.
–¿Qué?–, preguntó.
Y volteó el rostro hacia su marido. Él quitó del cenicero el cigarrillo y se lo llevó a la boca, pero antes de chuparlo volteó el rostro hacia ella. Se miraron fijamente a los ojos.
–¿Quieres fumar?–,preguntó él.
–No. Sabes que dejé de hacerlo hace mucho tiempo–, respondió ella, con cierto disgusto.
Carlos inhaló el humo, retiró el cigarrillo y expulsó el aire. Volvió a inhalar y a exhalar. Ella seguía mirándolo con el rostro dirigido hacia él, mientras su cuerpo se mantenía directo hacia el cerro.
Era hora de observar la tarde marcharse, no de hacer preguntas inoportunas. Ella lo sabía, su exesposo se lo había repetido tantas veces que había terminado grabándoselo en la memoria como si fuera un mandamiento divino.
–Cuando cae la tarde –le había dicho Alfonso– es bueno guardar el mayor silencio posible, para apreciar la despedida de la luz.
Y ella lo había entendido. Y había aprendido a decirle adiós al sol primero, y a la luz después. Y a recibir la noche con los brazos abiertos. Entregándose a la tiniebla como a la vida misma.
–La noche es más intensa cuando una la espera con alegría–, confesaba ella después.
Por eso cada noche, hasta antes de que su difunto marido cayera postrado por aquellos terribles dolores de cabeza que los doctores jamás pudieron curar, le era imposible de olvidar. Tenía conciencia plena de cada tarde y noche junto a su fallecido esposo.
Recordaba con claridad la vez en que Alfonso llegó de su viaje por la capital. Eran las doce y media de la noche y ella estaba aún despierta. Los últimos tres días, en ausencia de su marido, habían sido horriblemente espantosos. No había dormido, pensándolo, deseándolo, sintiéndolo casi tangible a su lado y cuando estiraba su mano para palparlo, él no estaba.
Y durante el día la casa estaba más sola que nunca. Sin motivos de alegría. Solo la tarde la hacía sentirse viva. Y se metía en la hamaca que su esposo había colgado en el corredor y se columpiaba sutilmente. Esa noche, cuando Alfonso volvió, ella lo amó interminablemente, hasta saciar sus deseos más carnales existentes en una mujer, y por eso le era imposible olvidarlo. Incluso varios años después de la muerte de Alfonso, Aurelia seguía cerrando los ojos y volviendo a vivir aquellos momentos de pasión.
Con aquel esposo que la vida le había regalado, se colocaban en cualquier sitio, miraban cómo la tarde cambiaba de colores. Primero el cielo se ponía gris. El sol se precipitaba un poco, ella sabía cuántos minutos duraba ese tono de colores grisáceos. Luego, unas nubes se colaban desde el horizonte y reflejaban ese color naranja que tanto le gustaba a Alfonso.
Aquellos minutos bajo esa tonalidad enrojecida parecían los únicos por los cuales el día merece ser vivido. Y ambos contaban los minutos uno a uno. Pero de pronto la vida empezaba a escaparse cada vez con más velocidad, y la cuenta se volvía regresiva. Uno y otro empezaban a sufrir porque solo quedaban cuatro, tres, dos, uno y, por último, nada de colores rojizos. Las nubes se apartaban y se marchaban a colorear otros cielos. ¿Quién sabe a dónde iban? Ellos lo ignoraban ahora más que nunca.
La montaña seguía allí, petrificada. Con sus colores verdes, amarillos, rojiclaros por las hojas y flores que se mezclaban. Aurelia había regresado su rostro para apreciar el bosque. Carlos había vuelto a inhalar el humo mentolado del cigarrillo venido desde la Habana. Hoy, Aurelia no sentía deseos de nada. Solo quería volver a ver la tarde enrojecida, despidiéndose con lentitud. Quería volver a ver el sol decir adiós con su rostro iluminado de verdades y preguntas. Solo quería volver a ver a su difunto marido.
La tarde casi se escapaba, y ya no quedó tiempo para más. Aurelia empezó a fallecer, cada vez más precipitosa. Hasta que murió definitivamente. Se quedó parca. El dolor en sus entrañas, que había alcanzado su máxima potencia, empezó a desistir, levemente fue desapareciendo hasta que el cuerpo ya no sintió ninguna dolencia. La mecedora fue quedándose cada vez más quieta.
Carlos, después de chupar el cigarrillo varias veces seguidas, empezó a explicar que la vida seguiría su curso sin inmutarse, a pesar de todo. Comentó con jocosidad que la muerte y sus injusticias no saldrán vencedoras cuando llegue el día de dar las cuentas al Todopoderoso. Se desahogó completamente.
Y cuando al fin decidió responder a la pregunta de “¿adónde va a llevarnos todo esto?”, quiso ver a los ojos a la mujer, para demostrarle su convicción en lo que iba a decir. Para que ella aceptara la excusa que él había estado tramando desde el momento en que ella le había hecho la interrogación. Y volteó el rostro hacia ella. Y la descubrió inanimada, como dormida.