Una línea difusa separa el sueño de la pesadilla. En los tres cuentos que publicamos hoy basta un olvido, una pregunta y hasta una voz para hacernos cruzar esa línea. Kalton Bruhl construye estos relatos con la destreza de un artesano que domina su oficio: primero nos presenta una situación y en pocas palabras nos acostumbra a ella, luego nos revela otra dimensión de los hechos, una nueva luz aterradora cae sobre los personajes y está concebida para sorprender al lector irremediablemente. Siempre los protagonistas son niños, siempre el lenguaje es sencillo y conciso, se dice sólo lo necesario para construir la anécdota. Esta ausencia de aspavientos estilísticos exige de los lectores la inocencia de quienes se dejan cautivar por la historia y no reparan demasiado en el adjetivo novedoso o en la frase poética. Son cuentos hechos para pasarla bien, y con ese propósito le recomendamos leerlos.
En la cueva
Carlitos, el niño nuevo, entra corriendo a la cueva. Se lleva una mano al pecho y con la otra nos indica que esperemos a que recupere el aliento. Yo me cruzo de brazos y arrugo la frente. Los demás hacen gestos de fastidio. Carlitos es un alarmista, así que nos preparamos para escuchar una de sus ridículas historias. Los que llevamos más tiempo viviendo en el bosque nos hemos acostumbrado a los ruidos y, sobre todo, a los silencios.
Carlitos todavía ve en cada cosa una señal, un augurio. Finalmente nos dice que ha visto un grupo de adultos que vienen hacia la cueva. “Hasta traen perros”, nos dice con los ojos bien abiertos. Todos nos abalanzamos a la entrada de la cueva y hacemos visera con nuestras manos. Juan estira el cuello y adelanta un oído. “Son perros”, dice con absoluta convicción. Ahora todos los escuchamos. Nos apresuramos a ocultarnos. Estamos asustados. Hemos aprendido a desconfiar de los adultos. La cueva se llena de ladridos y luces de linternas. Contengo la respiración y cierro los ojos. Sé que los demás hacen lo mismo. “¡Encontré algo!”, grita uno de los hombres.
Me asomo con precaución. Como era de esperarse encontraron a Carlitos. Vuelvo a esconderme y me abrazo a mis piernas. Las horas transcurren. Uno a uno los van encontrando. Todos lloran, pero no puedo consolarlos. Me resigno. No tardarán mucho en localizarme, así que lo mejor será facilitarles la búsqueda. Lo importante es que todos sigamos juntos. Me pongo de pie. Los hombres han juntado a los otros diecinueve niños y se los llevan fuera de la cueva. Regresan pero solo para recoger su equipo.Corro para alcanzarlos mientras les grito, entre lágrimas, que no me dejen solo, que me sigan buscando, que yo estoy enterrado allí donde se derrumbaron esas piedras.
Criaturas
Entro a la cripta. Está amaneciendo, pero en el interior de este lugar reina una noche perpetua. Las sombras bailan sobre las paredes al compás de la oscilante llama de la antorcha. Avanzó a través de un denso velo de telarañas. De vez en cuando escucho el rencoroso chillido de las ratas tras caminar sobre ellas. Colgado del hombro llevo un talego repleto de afiladas estacas. Me ha tomado bastante tiempo encontrar el escondite de esas nefastas criaturas. Rezo en voz baja. Imploro que mi espíritu y mi brazo tengan la fuerza necesaria durante esta terrible tarea.
El Señor me ha mostrado todo el esplendor de su compasión; ahora necesito olvidar esas enseñanzas. Debo ser implacable. Llego a una inmensa bóveda. Los sarcófagos están alineados uno junto al otro. Deslizo la primera tapa. La criatura duerme. Contemplo enternecido la placidez de su semblante. Cierro los ojos con fuerza. No puedo dudar. Clavo la estaca en su pecho. Voy al siguiente sarcófago. Mi fe se acrecienta. Ya nada puede detenerme. Las criaturas se agitan levemente antes de exhalar su último y pútrido aliento.
Estoy a punto de descargar un nuevo golpe cuando escucho voces a mi espalda. Toda la cripta se ilumina. Me protejo los ojos con el dorso de una mano. Quizás sean las huestes celestiales que vienen en mi ayuda, pienso conmovido. Comprendo mi error cuando una multitud de manos me inmoviliza y me hace caer de bruces. Las monjas lloran y aúllan como posesas. “Padre”, gimotean, “¿cómo pudo hacerles eso a los pobres niños del orfanato? ¡Todos estos inocentes angelitos!” No entiendo una palabra de lo que dicen. Sigo luchando para soltarme. Mi misión no puede quedar inconclusa.
Comunión
La niña, vestida completamente de blanco, abrió la boca y recibió la hostia sobre su lengua. Mientras recibía el sacramento recordó a la vieja señora Cromwell. La anciana vivía sola en un caserón construido en los linderos del bosque. Ella había costeado su primera comunión incluyendo el hermoso vestido blanco. La niña era huérfana y vivía con unos parientes lejanos de su madre. Ellos ya tenían suficientes bocas que alimentar y decidieron que era tiempo de que comenzara a trabajar. La colocaron como sirvienta en la mansión de la señora Cromwell, quien siempre estaba necesitada de ayuda. Ella era tan buena que terminaba enviando a sus doncellas a estudiar en la gran ciudad. Todas eran unas malagradecidas, según los rumores de la gente, ya que ninguna había regresado a dar las gracias. La niña permaneció en silencio durante toda la misa. Luego de la bendición sacerdotal y la despedida corrió hacia la casa de su protectora. La anciana la esperaba sentada en un enorme sillón. Se puso de pie al verla entrar. “¿Hiciste todo lo que te dije?”, le preguntó con aire severo. La niña asintió con la cabeza. “¿Blasfemaste mientras comulgabas?”, continuó interrogando. La niña volvió a asentir. La señora Cromwell sonrió complacida. “Espero que la hostia siga intacta”, le dijo a la niña al tiempo que se sacaba uno de los alfileres con que mantenía su peinado.
La niña había cerrado la boca cuidándose de no juntar los dientes. La anciana tomó una de las manos de la niña y le pinchó un dedo. Lo apretó hasta que una gruesa gota de sangre se formó sobre la yema. La pequeña comprendió al instante y se llevó el dedo a la boca. Sintió un extraño cosquilleo, como si algo se moviera sobre su lengua. “Escupe sobre las palmas de tus manos”, le dijo la anciana. La niña miró asombrada: un pequeño reptil se agitaba en el hueco que formaban sus manos. “Lo has hecho bien”, la felicitó la anciana. “Al principio lo alimentarás solo con tu sangre. Ahora eres como su madre”, la instruyó, “con el tiempo podrás utilizar la sangre de los demás. Será tu sirviente y tu instrumento”. La señora Cromwell volvió a sentarse. “Siempre quise una compañera”, suspiró con un poco de tristeza, “pero todas las demás fracasaron. Pagaron caro sus errores. Debes saber que mi Señor no tolera los fracasos”. “Querrá decir nuestro Señor”, la corrigió la niña, y balanceó con ternura a la criatura entre sus manos.