El escritor Nery Gaitán tiene una afición extraña. Le gusta tomar cuentos clásicos y hacerlos a su manera, a veces hasta convertirlos en largos y molestos chistes.
“Arrullos a la orilla del ensueño” (Talleres Gráficos de la Familia Moya Gaitán, 2001) amontona ejemplos de este procedimiento narrativo. A pesar de este ensañamiento con la literatura clásica, el libro contiene algunos textos interesantes, una intención lúdica encomiable y un lenguaje digno de un caballero del siglo XIX, pero casi siempre tolerable.
Está dividido en cinco partes: la primera no tiene nombre, ni la cuarta. Las otras tres se llaman “Interludio boreal”, “Sueños de torpeza” y “Conjeturas sobre el soñar”.
El diálogo con el lector
El primer relato es “El asidero de la cordura”. Un hombre hace un monólogo sobre una experiencia sui géneris: en un sueño tiene sexo con una mujer que cada vez se vuelve más vieja, hasta desaparecer.
El penoso sentido del humor del narrador (“Y aquí no había pasado nada y cada quien para su casa, o para su sueño”, p. 4) hace difícil de leer un texto que por su temática debería incitar al menos la curiosidad. Pero el final no tiene perdón.
El lector es interpelado con una insistencia que raya en la tortura para que vea a la mujer que acompaña al narrador. Este crimen contra el buen gusto se comete en nombre de la modernidad literaria.
En “La continuidad de dos parques” el autor pervierte con maestría el título y la estructura de un cuento de Cortázar, reduciéndolo todo a tres viñetas en las que aparece una mujer que en un sueño persigue a un hombre porque lo ama, el hombre que huye porque cree que le quiere hacer daño y una conversación con un psiquiatra sobre el valor de un sueño. El lector está obligado a encontrarle sentido a este disparate.
El más ingenioso de los relatos de esta sección es una especie de inversión de un famoso microcuento de Augusto Monterroso y se llama “Dulce noche”: “Cuando se durmió el monstruo ya estaba allí” (p. 17).
En “Interludio boreal”, título de una rebuscada cursilería, hay aspiraciones a cuentos incluso más extrañas. Los brevísimos relatos “La señal de la bestia es” y “Terminal” son geniales por la forma en que el autor utiliza dos expresiones de estructura similar y confusas para dinamitar la narración: “O (Para mejores señas)”, p. 27, y “O (Por si me he equivocado y conté el cuento al revés)”, p. 29.
Las conclusiones
“Sueños de torpeza” es la tercera parte del libro, que debería llamarse así. Aquí el autor toma una serie de cuentos chinos y, ajeno a toda piedad, los traduce a su idea narrativa y a su lenguaje. El resultado es que el “Sueño infinito de Pao Yu” se convierte en una comedia de enredos y el “Ciervo escondido” termina con una disculpa que hace perder la fe en la literatura hondureña.
En la cuarta parte están los relatos mejor logrados del libro, pero también destaca porque el autor hace gala de tal dominio de lenguaje que incluso llega a decir lo contrario de lo que quiere: “era inevitable que no la contemplara” (p. 61), por ejemplo. Salvo el desafortunado final, vale la pena leer en esta sección “La felicidad siempre llama dos veces”.
“Conjeturas del soñar” cierra el libro. El autor compara aquí la eternidad con nuestra existencia finita. Con este ejercicio de medición del tiempo concluye que “nuestro existir es sólo un breve sueño” (p. 78). Imposible imaginar un final más brillante.