Siempre

Un pequeño periódico en el mundo

El escritor Albany Flores Garca recuerda en este artículo al linotipista, “El Mago”, con el que Gabriel García Márquez fundó un vespertino cuando ambos eran unos veinteañeros
28.02.2024

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Antes de llegar a la Librería Nacional, donde buscaría libros de Álvaro Mutis y León de Greiff, me detuve a comer una bola de “alegría”, un exquisito dulce cuya forma me recordó de inmediato al “alboroto” hondureño.

Me imaginé por un instante cinco siglos atrás, en los días en que Pedro de Heredia desembarcó en la bahía con la idea de fundar un poblado, sometiendo a los primeros habitantes, abriendo sendas y caminos en la costa selvática, acarreando minerales sin rendir cuenta a nadie, y colgando y quemando a los nativos.

Abrigado por la sombra matutina de la Ciudad Amurallada, una mujer vestida de colores me interrumpió:—¿Una agüita é coco pa’ acompañar la alegría?Le respondí que no, pero que muchas gracias.

Luego partí. Iba tarde al salón de la Cooperación Española en Cartagena de Indias, donde la Fundación Gabo celebraría un encuentro periodístico.

En el lugar, observé que muchos de los invitados se acercaban para saludar al hombre de barba completamente blanca, ojos azules y sombrero caribeño que estaba sentado a mi lado. Debía ser alguien muy famoso, pensé. Me impresionó su sencillez.

Un momento después, ya más solo, el hombre se acercó:

—Me emociona que seas tan joven —me dijo, mientras reía con las comisuras cerradas—. Me llamo Guillermo, pero me dicen “El Mago”.

—Me emociona compartir con usted —respondí—. ¿Desde cuándo ejerce el periodismo?, me arriesgué a preguntar.

—Desde nunca: soy linotipista.

Enmudecí. No sabía exactamente qué cosa era la linotipia, ni qué significaba ser “linotipista”.

—La linotipia es el arte de sentir lo que siente un escritor, esencialmente —continuó, paternalmente—. Un linotipista se ocupaba de llevar las palabras de los escritores hasta las imprentas a través de una máquina que componía textos tipográficos, que fundía el metal de una línea completa de texto y facilitaba su composición. Comencé a ejercer el oficio muy temprano, como a los doce años, cuando todavía era un oficio reservado para personas sensibles, y si se quiere cultas.

—¿Aún trabaja como linotipista?

—¡No! —carcajeó —. La linotipia murió en Colombia hace más de veinte años. Y quizá eso me convierta en un hombre especial, pues ejerzo un oficio que ya no existe y soy gerente del único periódico metafísico del mundo.

—¿A qué se refiere con eso?, inquirí de nuevo, insidioso.

—El cuento es largo, pero verás. En 1951 los esfuerzos para ejercer el periodismo en Colombia eran enormes. Los diarios colombianos de filiación liberal debían incluir un aviso en su primera plana que decía: “Esta edición aparece bajo censura oficial”. Tres años antes habían asesinado al líder Jorge Eliécer Gaitán y el país seguía en llamas.

Por esos días recibí el llamado de El Universal, el periódico de Cartagena dirigido por Domingo López Escauriaza, para que me uniera a su proyecto como linotipista. Allí tuve la fortuna de conocer, entre otros talentosos periodistas, a un joven editorialista llamado Gabriel García Márquez, con quien hice amistad de inmediato.

En septiembre de ese año, gracias al abrupto cierre del vespertino conservador, El Fígaro, recordé el viejo anhelo de editar mi propio periódico. Le propuse a Gabriel que uniéramos su talento de reportero y escritor con mis habilidades para levantar textos e imprimir.

Y así, sin dilatarlo, invertimos los 128 pesos de mis ahorros y lanzamos el primer número de un periódico liliputiense al que llamamos Comprimido y que, en palabras de García Márquez, aspiraba a convertirse en el periódico más pequeño del mundo, así como otros aspiraban a ser los más grandes.

Entre el 18 y el 23 de septiembre de 1951, Gabriel, de 22 años, y yo, de 24 cumplidos, editamos tres números de Comprimido, un modesto vespertino de tirada gratuita, de tamaño media carta y un máximo de 8 páginas.

Él era director/redactor y yo el gerente. Fue un ejercicio efímero que resultaba simpático y hasta divertido, aunque no menos serio.

Después de esos años y de una vida larga para nosotros, el propio Gabriel contó la anécdota en “Vivir para contarla”, ese hermoso artefacto de memorias suyas de la que me hizo parte. Ahora que él se ha ido, antes de irme yo, también quise contar esta historia.