SAN PEDRO SULA, HONDURAS.- Gatos callejeros y aves de mar devoran vísceras de pescado cerca de los muelles. Distantes, bajo un cielo claro, unas garcetas vuelan sobre los barcos que navegan hacia la estación del puerto, ellas van a la laguna y cruzan la ensenada como un pensamiento que despierta en mi memoria reminiscencias lejanas a esta hora cuando el sol declina y un oro inasible tiñe de ámbar la tarde y las aguas.
Un poco más temprano, atendiendo la gentil invitación de un instituto educativo, leí mi poesía para un grupo de jóvenes estudiantes, pero también leí de mi amigo, el poeta José Luis Quesada, tres poemas: fragmentos del poema “Porque no espero nunca más volver”, “Rumor de la piedra” y “El mar y los icacos”.
Estudiosos de la literatura dicen que José Luis Quesada es un poeta de vanguardia, otros señalan que es de posvanguardia, y hay quienes sostienen, que es un poeta que transita en esa frontera un tanto difusa de los ismos. Estimo que estas precisiones son importantes para una historia de la literatura, más resultan baladí comparado al aporte sustancial de la obra de José Luis Quesada a la poesía hondureña de hoy.
Las vanguardias son las negaciones, pero también las afirmaciones de un pasado poético. La negaciones son evidentes y las afirmaciones un tanto sutiles.
La primera tiene que ver con el rechazo a poéticas que tuvieron un antiguo vigor, más el uso y la repetición las volvieron un lugar común; la segunda pone de manifiesto el cambio como una ley intrínseca en el devenir poético.
Había que “matar a los padres” (condición Sine qua non para que se dé la ruptura) dándole sepultura a formas obsoletas del Modernismo y Posmodernismo, había que buscar nuevos acentos, y, en ese universo, cada poeta procuraría encontrar su propia voz.
Así, con la generación del 35, o de la dictadura, comienzan a asentarse las primeras corrientes de vanguardia en el país, la otra, la poesía norteamericana, vendrá con la Voz Convocada, grupo al que pertenecieron, además de José Luis Quesada, los poetas: Nelson Merren, Tulio Galeas y José Adán Castelar.
Uno de los aspectos dominantes en la nueva poesía norteamericana, y presente en la obra de José Luis Quesada, es la desmitificación del héroe clásico, este desciende del Olimpo y es expuesto a las azares de lo cotidiano.
En cuanto a la forma y el fondo, la imagen poética no es densa y el concepto no es ampuloso ni declamatorio, pero las palabras en el verso -como en todo buen poema- están en el lugar preciso, creando una atmósfera poética y articulando en el fondo de las analogías una filosofía, un saber.
A guisa de ejemplo veamos el poema “El acto”, de William Carlos Williams: “Ahí estaban las rosas, bajo la lluvia./No las cortés, supliqué./No durarán mucho, dijo ella./Pero están tan hermosas donde están./Bah, todos fuimos hermosos una vez, dijo, y las cortó y me las puso en la mano”.
Ahora un poema de José Luis Quesada: “... espléndidas heridas (Quevedo)... Salvo las tuyas, mis heridas son espléndidas./ Servirán para una gran exposición de joyas./ Mis heridas de niño./ Mis antiguas heridas de poeta./ Yo las usaba alegremente; no había nadie para perdonar.(XXVI Sombra del blanco día) .
Hay quienes han señalado que la poesía de José Luis Quesada se adhiere más a un tono conversacional que a un lenguaje eminentemente literario. Esto a mí me parece un contrasentido propio del desconocimiento de la naturaleza literaria, no hay ningún nivel de la lengua natural o artificial que sea poético, a excepción, por supuesto, del nivel literario.
Aún en la prosa con matices estéticos, la palabra no ha dejado por completo su linealidad, todavía es un tanto impura, sólo en la poesía la palabra no es un decir porque se ha trocado en un ser.
Al respecto, Stevenson escribe: “Es extraña aptitud, la de coger todos esos bloques toscos, concebidos para las transacciones del mercado o de la cantina, y dotarlos, con sólo ponerlos en la posición adecuada, de los significados y matices más precisos, restablecerles su energía primigenia, quitarlos de ahí y llevarlos a otro lugar sin que se note, o convertirlos en un tambor que despierta pasiones” (Roberto Louis Stevenson, “Ensayos sobre literatura”).
En José Luis Quesada los matices coloquiales se han transubstanciado, han sido transformados por el poeta, han dejado su uso ordinario y se han quintaesenciado en poesía.
El primer libro de poemas de Pepe Luis (así le decíamos los amigos), “Porque no espero nunca más volver” (1974), el nombre es tomado de un verso (Because I not hope to turn again) de la paráfrasis que T.S Eliot hace de la balada de Guido Cavalcanti (perch’io no spero di tornar giammai).
El libro de José Luis consta de un solo poema fragmentado, la voz poética comienza en tercera persona y luego va cambiando indistintamente a la primera y segunda persona siempre del singular.
Es una voz que nace de la melancolía que produce el desarraigo y sirve de hilo conductor entre los fragmentos.
Hay que iniciar el viaje inexorable porque “no puedes olvidar ese ojo enorme de buey asesinado que cuelga entre retratos”.
Pero el ahora tiene que marcharse. La vida es otra, la vida es siempre otra o porque “la vida es un sitio donde jamás estuve”.
En el poema de Eliot (Ash Wednesday) el ethos o voz poética se logra, entre otros elementos, por un leve predominio de la razón sobre la emoción, por ello es más conceptual, un tanto más sosegado y menos lírico que el poema de José Luis Quesada donde se da el fenómeno inverso.
El logos y el pathos dominan la naturaleza del poema, el poeta debe cuidar no caer en los extremos para no anularla. El exceso del logos nos lleva a la ciencia y a la filosofía y la desmesura del pathos nos conduce a lo patético.
El leitmotiv de ambos poemas está en su fuente: la Ballatetta de Cavalcanti. Y, recordemos, que una de las diferencias esenciales en el Dolce stil novo entre el Dante Alighieri y Guido Cavalcanti no está en la concepción del amor (el amor cortés), sino en el desenlace de este; en el Dante el dolor se disuelve en la amada (Beatriz), en Cavalcati el dolor es sin esperanza, sin redención.
Me he desplazado del centro del puerto a una de sus periferias, siempre rodeando la playa, por una carretera asfaltada y un paisaje hermoso, a mi izquierda la cordillera y sus montañas, a mi derecha el mar.
Dejo el auto en un lugar seguro y desciendo por un camino de hierbas que corre paralelo a un riachuelo de agua zarca. Todavía hay luz de sol en las aguas y en las olas que llegan a las grandes rocas desde donde contemplo el mar.
“´No tengo que ir a ningún lado para ser yo mismo´, respondía el océano, ´ni correr tras la dicha, porque si no está en mí es que no existe´”. Escribe José Luis Quesada en uno de mis poemas preferidos y que hoy leí en la institución educativa.
El mar será siempre el gran símbolo de la poesía, “nuestras vidas son ríos que van a dar a la mar”, dice en sus coplas Jorge Manrique.
Pero si el misterio de la vida es grande, el de la muerte lo supera. La totalidad en la unidad, ese sentimiento oceánico del que hablaba Freud. El mar de Ishvara como absoluto universal donde medir el instante o la eternidad de las olas que llegan es como descifrar el misterio del nacimiento y la muerte.
“Busca la verdad y esparce su semilla – dice el verso de José Luis Quesada- antes que la marea o la duda te borren”.
Dos años antes de su muerte, José Luis Quesada presentó su último libro de poesía “El hombre que regresa”, en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras en el Valle de Sula (UNAH-VS).
Yo lo presenté, hablé sobre varios tópicos de su poética, el poeta leyó y conversó (no como en sus mejores tiempos por las dificultades de la enfermedad que lo aquejaba) con un público joven y admirador de su poesía que abarrotó el claustro universitario.
Una vez terminado el acto y ya en el convivio, a solas, le recordé uno de sus versos: “Todo hombre es un guerrero que regresa al lugar donde libró su última batalla”, y luego le pregunté quién era mejor, el hombre que se había marchado o el que regresaba. Él me dijo que el que regresaba porque traía la sabiduría del ciclo, yo le contesté con un verso de José Emilio Pacheco, “Ya no volverá, es imposible. El que se va no vuelve aunque regrese”.
El poeta se defendió con la sonrisa del escéptico, más me pareció atisbar en ella, aquel que acuna una nostalgia mientras mira detrás de la llovizna los seres de la infancia que dicen ¿Por qué no vienes con nosotros? O el que recuerda una herida cárdena. ¡Sus heridas de niño! ¡Sus antiguas heridas de poeta!