TEGUCIGALPA, HONDURAS.- “Son el eco de otras voces” (p. 75). En el discurrir filoso de las palabras” (p. 26).
La Editorial de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH) publicó, a finales del 2023, la extensa novela “Tiempo perdido”, del ensayista Héctor M. Leyva.
Se trata de un brillante académico, profesor de la Carrera de Letras de la UNAH, recién jubilado, quien por primera vez incursiona en el género narrativo.
En sus clases supo enfatizar que la historia literaria significa literatura como historia así como la historia de la literatura, que es básicamente la historia de escritores. Y bajo la premisa de que todo lo que el lenguaje no pueda expresar se diluye.
El sólido anclaje de Héctor Leyva en la tradición literaria hondureña le permite además modular y juntar las voces creativas de la primera mitad del siglo XX, en el entendido de que el presente es parte de un continuo que conduce del pasado al futuro.
La destreza inventiva que caracteriza a “Tiempo perdido” gira en torno a su protagonista Luciano, el investigador académico (¿alter ego del autor?) que se desplaza a los archivos de Washington D.C. para indagar en el rastro del escritor y periodista hondureño Arturo Martínez Galindo (1900-1940), cruelmente asesinado.
En esa pesquisa sistemática, el autor juega con la forma y el entrecruzamiento de la ficción y la no ficción, dentro del contexto de la simbiosis de la dictadura rural de Tiburcio Carías Andino y de las compañías fruteras en la costa norte de Honduras, mutuamente respaldadas.
Como cabe esperar, el modus operandi de la United y la Standard Fruit Company engendra las luchas intensas de los obreros agrícolas, espoleados por dirigentes políticos como Manuel Cálix Herrera, de raigambre estalinista, y el despotismo del régimen cariísta, implacable perseguidor de sus opositores, encuentra su némesis en Ángel Zúñiga Huete, testarudo dirigente del Partido Liberal, quien se ve obligado a exiliarse en México.
Pero el hilo conductor, o eje temático, es la figura del escritor Martínez Galindo, cuya obra literaria le convierte en una especie de sade tropical, que sucumbe “ante el imperio de los instintos” (p. 173) y, como suele decirse, se convierte en rehén de sus propias pulsiones sexuales.
Leyva deshilvana las incidencias más destacadas del opresivo ámbito cultural de las décadas del 30 y del 40, cuando el autoritarismo vigente nos convirtió en un país ahogado y silenciado.
“Tiempo perdido” se fundamenta en la lectura y análisis que hace Luciano de los documentos hallados en los archivos, entre los que destacan los informes que los funcionarios diplomáticos y consulares estadounidenses destacados en Honduras enviaban al Departamento de Estado y que han sido “desclasificados”.
Así, al investigador le es dable conocer de “primera mano” los relatos transcritos de esos agentes tanto sobre los intentos de resistencia contra la “mano de hierro” del déspota de Zambrano (quien sabía remover las aguas de la aniquilación) como del accionar sindical al interior de los campos bananeros en la costa norte.
En ese empeño “Tiempo perdido” se desentiende del formato tradicional de la novela y diluye las fronteras entre la narración ficcional y la crónica histórica. Se dedica, más bien, a excavar materiales escritos y transmutarlos en piezas testimoniales que dan cuenta de una nación “con la desgarradura interminable de los sufrimientos de la pobreza” (p. 139), acompañada de la “cerrazón mojigata del ambiente” (p. 45) y permeada por su índole “provinciana, abúlica y bárbara” (p. 186).
En ese collage de pasajes y viñetas hay una sensibilidad especial hacia figuras literarias como Argentina Díaz Lozano, cuya “ingenuidad era absolutamente conmovedora” (p. 223), dueña de una obra narrativa caracterizada por “un refulgente arco voltaico romántico-sentimental” (p. 231).
Ello le da pie al narrador para preguntar con sorna si, al final de su vida, “la rebelde Argentina se había pasado al bando conservador? ¿Se había endurecido su tierno corazón romántico?” (p. 252).
“Tiempo perdido” resulta, en definitiva, un libro híbrido, que implica una ruptura crítica del hilo tradicional de la novela, y en la que el lector puede mirar por encima del hombro de Luciano y convertirse a su vez en escrutador, tras la senda de los papeles archivados, “que permiten recorrer los rincones de la trama” (p. 340) y recalar en una suerte de “archivo expiatorio”.