Siempre

Viaje entre la esperanza y la costa norte

De aquel glorioso tiempo de las bananeras solo quedan algunas locomotoras y vagones que movieron la fruta, las personas y la economía del momento

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09.03.2019

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Pocos libros hondureños he leído con tanto placer como “Crónica de viaje entre La Esperanza y la costa norte” (Premio Hibueras de la Unión Europea, 2017).

Su autor, Víctor Manuel Ramos, Premio Nacional de Literatura 2018 (de los poco merecidos que se han entregado en los últimos doce años), nos narra dos viajes que se remontan a las décadas de 1940 y 1950, desde La Esperanza hasta la costa norte de Honduras.

El primero comienza con la recepción de una carta remitida desde Campo 2 de La Lima por el señor Camilo Rivera Girón, que va dirigida a su madre, la señora Mercedes Girón, que habita en La Esperanza, Intibucá.

La carta es portadora de una invitación para que doña Mercedes y su hija Ernestina Rivera (madre de Víctor Manuel Ramos) visiten el campamento bananero, Campo Dos donde Camilo ha tenido que emigrar atraído por el apogeo económico de la costa norte y donde ha logrado alcanzar el puesto de “mandador” o jefe de la finca. Las invitadas, no se hacen esperar y emprenden los preparativos del viaje que las llevará a “salir y conocer otros mundos”.

Es la travesía desde una de las zonas rurales más desfavorecidas hasta una región donde se produce la actividad económica más pujante, que convierte a Honduras en el principal exportador de banano del mundo.

Es una aventura donde desfilan imágenes y anécdotas narradas con vivacidad y lucidez, con la memoria intacta del narrador que fija su mirada en cada detalle de la época.

El viaje a lomo de mula y a pie, que parte en caravana, cruzando valles, ríos y montañas desde La Esperanza, pasando por Jesús de Otoro hasta Siguatepeque; luego en baronesa hasta Potrerillos y en tren hasta La Lima, resulta un periplo donde el narrador describe con interés antropológico las costumbres, la alimentación, la forma de vida de la gente, la toponimia, el tipo de transporte, la arquitectura de las viviendas y la sencillez y el alma buena que caracteriza a los habitantes de la Honduras profunda.

Desde luego, la procedencia rural de doña Mercedes y su hija Ernestina no significa que sean de una condición social de pobreza y aislamiento. Sus vínculos familiares o de amistad con personajes que destacan en los negocios y en la política indican que proceden de una familia reconocida en La Esperanza.

Personajes como el comerciante Lorenzo Amador, de Jesús de Otoro; el hacendado Carlos Tosta Fiallos (hijo del expresidente Vicente Tosta); y el hostelero y empresario del transporte Manuel Girón Madrid, ayudaron a facilitar un viaje que para cualquier ciudadano común podía resultar muy largo y penoso.

Las legendarias baronesas eran el medio más eficaz de transporte público para conectar la zona norte y la zona central del país. Víctor describe ese viaje como si lo hubiera vivido ayer, nos narra las dificultades que sufrían los pasajeros por la lentitud de los camiones, la incomodidad de los asientos y el mal estado de las carreteras.

Una vez llegadas a la costa norte madre e hija, el narrador no descuida la descripción de la trepidante vida de esa zona alentada por la producción bananera. Nos cuenta cómo funcionaban los trenes que transportaban en sus vagones personas, bananos y mercancías.

Nos describe la vida que comienza a ser “otro mundo” desde Potrerillos, pero que adquiere su máximo esplendor en la pujante Lima Nueva desde donde la transnacional bananera tenía el poder de quitar o poner presidentes o de tarifar diputados, alcaldes, militares y comandantes de armas.

Muy interesante la descripción de Campo Dos, el campo bananero donde el tío Camilo ocupaba el puesto de mandador y a donde había invitado a su hermana Ernestina y a su madre Mercedes.

Víctor nos relata con ingenio la forma de vida de los administradores de las fincas, que gozaban de viviendas dignas al estilo arquitectónico de las casas de madera en Nueva Orleans, viviendas muy cómodas con sus yardas bien cuidadas y en una zona privilegiada, bien retirada de los barracones donde los obreros y sus familias vivían en condiciones deplorables haciendo frente al insoportable calor, a la promiscuidad y a los mosquitos.

Merece destacarse la mención de dos reconocidas personalidades: monseñor Federico Lunardi, nuncio apostólico afincado en Honduras que en 1943 realizó varios estudios etnológicos y antropológicos, entre ellos un estudio sobre los mayas en el valle de Otoro.

Decidió regresar a Italia en 1948 y se llevó a nuestro país en su corazón, pero también un enorme equipaje cargado con valiosísimas piezas del patrimonio arqueológico hondureño que hoy engalanan un museo de Génova.

La otra personalidad es el gran maestro Ibrahim Gamero Idiáquez, que fue supervisor de la red de escuelas privadas que sostenía la Tela Rail and Road Company en La Lima y sus campos bananeros. Además de un intelectual procedente de una familia de intelectuales artistas, entre quienes se cuenta Lucila Gamero de Medina, don Ibrahim fue un hombre honesto y valiente.

Esta primera parte se sitúa en el contexto de la dictadura de Tiburcio Carías Andino, por lo que resulta curioso que no haya una sola alusión a ese régimen. Quizás el autor lo hace de manera expresa pues se trata de narrar desde la imaginación, o a partir de la transmisión oral, una anécdota que comprende un mundo idílico donde priman los valores de la familia y de la sociedad, como la solidaridad y la hospitalidad.

Al fin y al cabo, la tarea del cronista no es la de detenerse en valoraciones, a veces innecesarias, sino en contar lo que ve o lo que imagina que ve sin descuidar detalles que aporten interés y curiosidad por el relato.

El otro viaje
El segundo viaje de La Esperanza a La Lima tiene lugar a mediados de los años 50. Esta vez los invitados a la casa de don Camilo Rivera Girón son doña Ernestina y sus dos hijos Jorge y Víctor (el narrador de esta crónica).

En ese momento, aunque seguían reinando las baronesas, había más carreteras de tierra y vías de comunicación más favorables.

La narración en esta segunda parte es más corta, pero resulta muy pertinente la aproximación del narrador a la entonces villa de La Lima, un lugar que, a pesar de su importancia histórica, no ha contado con mucho espacio ni en la literatura ni en los libros de historia de Honduras.

Lugares emblemáticos como el Club Sula, el Hotel Lima, el Comisariato y la Zona Americana con sus palmeras, sus majestuosas arboledas de mango y su impresionante campo de golf, no escapan a la mirada curiosa y perspicaz del narrador.

A lo largo de la narración también salen a relucir detalles sobre el trabajo en las fincas, las inundaciones o “llenas” que devastaban los bananales y las vidas de los más pobres, la forma en que se realizaba el corte de los racimos de banano, la irrigación de las plantaciones y el transporte del banano desde los campos hasta el puerto de Tela donde era embarcado hacia los Estados Unidos.

De una forma sutil, la mirada del narrador se desvía de su mundo bucólico desde donde podía volarse hacia el cielo con un columpio y ver hacia abajo un patio verde poblado de gansos, y luego atisba un “piquete de trabajadores” que salen a reivindicar sus derechos laborales y que confunden a doña Ernestina con la trabajadora doméstica.

Son probablemente los brotes de la gran huelga de 1954, y la conciencia de aquel niño de siete años ya permitía reconocer la injusticia social.

A esta crónica, merece reconocérsele la impecable ilustración con fotografías de la época. Sin ninguna duda, “Crónica de viaje entre La Esperanza y la costa norte” es un libro digno de leerse y disfrutarse.