Recordó que usaba su equipo de protección como todos los días cuando trabajaba en la primera línea atendiendo a los infectados por el virus, pero cuando contestó la llamada dudó unos segundos y pensó que quizá algo falló cuando se estaba quitando su uniforme.
El 27 de marzo se sometió a una prueba para saber si ella, quien trabaja como enfermera en el hospital de CEMESA en San Pedro Sula, al norte de Honduras, era positivo por el virus, pero no fue hasta tres días después que sintió que el mundo se le desmoronó.
Los síntomas ya comenzaban y ella, quien no tiene familia en la ciudad industrial, solo pensaba en su hija de seis años y las palabras de uno de sus pacientes de la tercera edad que con voz pausada y cansada le dijo “ustedes son ángeles, son quienes nos están sacando adelante”.
Andrea Urbina, de 29 años, no quería convertirse en ese ángel, temía no ganar la batalla y ser una víctima más del letal virus que ataca de forma silenciosa en los barrios y colonias de Honduras y que -según reportes a los que tuvo acceso EL HERALDO- ha infectado a 37 enfermeras.
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Pensó en ese anciano que estuvo conectado a un respirador artificial y que pese a su avanzada edad ella lo vio vencer el virus. Pero en el fondo también tenía miedo.
“Pensé quedarme en el camino”, dijo mientras recordaba esos días en los que permaneció en total aislamiento y soledad, solo escuchando la voz de su pequeña a través de un teléfono.
Abril llegó de forma silenciosa, mientras Andrea comenzaba sus días de cuarentena en un apartamento ubicado a unos kilómetros de donde trabaja. Los síntomas podían confundirse con los de una gripe, pero en el fondo su organismo luchaba contra algo más fuerte.
La fiebre fue superior a los 38 grados centígrados, mientras el dolor de cabeza era tan intenso como si alguien estuviera golpeando una campana gigante frente a ella.
Por varios días también experimentó vómito y dolor abdominal, mientras su cuerpo se sentía cansado, pese a que pasaba todo el día postrada en una cama, solo con la esperanza de recuperarse.
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Esos síntomas duraron aproximadamente 10 días, los mismos en los que ella no pudo ni siquiera ser atendida, pues su familia estaba a 191 kilómetros de distancia.
Andrea nació en La Ceiba, Atlántida, donde actualmente vive esa pequeña que imaginaba en sus sueños cuando la fiebre era muy intensa. Esa niña de ojos oscuros, cabello rizado y sonrisa traviesa a la que no mira hace dos meses, desde antes de que la pandemia golpeara a Honduras.
Pero no tenerla cerca fue la mejor medida de precaución para no contagiarla, pues no espera que nadie más sufra lo que en carne propia tuvo que vivir, especialmente después de contribuir para salvarle la vida a los demás.Esta enfermera no sabe exactamente cómo se contagió, pero lo que sí asegura es que fue en su trabajo, estando en la primera línea durante la batalla contra el Covid-19, donde volvió el 23 de abril, tras recuperarse totalmente.
“Dios me ha dado una segunda oportunidad; todo este tiempo me sirvió para reflexionar”, aseguró.
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Regresar al lugar donde se infectó aún le causa temor, pero intenta protegerse aún más para no infectarse nuevamente, especialmente cuando tantas personas necesitan de ese ejército de batas blancas, uno de los más golpeados por el virus.
El Covid-19 ha infectado a 899 hondureños, de los cuales 79 fallecieron y 112 lograron curarse de la enfermedad, una de ellas es Andrea, quien ahora solo pide a los hondureños tomar todas las medidas de precaución y no estigmatizarlos cuando ellos andan en las calles.
'Nosotros queremos reunirnos con nuestros familiares pero si los números van incrementando no podemos', dijo con voz pausada, mientras seguramente pensaba en su hija.
Andrea solo espera que esta crisis termine pronto para poder abrazar a sus seres queridos, quienes pese a su soledad durante la cuarentena la llamaron cada día, porque aún estando lejos querían hacerla sentir cerca, cerca de ese corazón enorme que sigue salvando vidas desde la primera línea.