TEGUCIGALPA, HONDURAS.- A Ernel le duelen los pies, camina de un lado para otro durante horas con sus chanclas tipo crocs convertidas en calderas por permanecer todo el día en contacto con el pavimento caliente.
Viste unos jeans viejos y una camisa blanca manga larga para protegerse un poco y no aumentar las quemaduras en su pequeño cuerpo provocadas por el contacto directo con los poderosos rayos ultravioletas.
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Su pelo no se puede ver, está totalmente cubierto con un pedazo de tela color rojo, que sale como una inmensa trenza amarrada desde su gorra color azul.
En su cara lleva una mascarilla que le cubre el 80 por ciento, dejando apenas ver unos brillantes ojos de color café oscuro que se asoman a través de los vidrios de los carros cuando pide dinero.
A pesar de su “armadura” contra la enorme estela de gas caliente, Ernel está perdiendo la batalla, “me duelen los pies, estoy en el sol, me quemo y estoy caminando para todos lados”.
Tiene apenas 10 años y una voz tan suave, cordial, tierna, amable, educada y con sentimiento en cada frase que se pronuncia.
Ernel era un niño de casa, un estudiante ejemplar con buenas calificaciones, que por su humildad recibía burlas de los bravucones de grados superiores en la escuela a la que asistía.
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Una mañana, su papá, Marcelino, lo levantó, tenía varios días de haber perdido su empleo en una panadería de la colonia Cerro Grande, no tenían qué comer y su pequeña Alisson Raquel de solo cinco meses ocupaba leche.
Ernel en ese momento no entendió, se cambió, comenzaron a caminar en silencio, en su estómago apenas llevaban una taza de café y una semita algo dura.
Llegaron hasta el semáforo de Ashonplafa, el bullicio de los vehículos era bastante molesto, su papá sacó un trapo y un baldecito con agua que venía cargando desde su casa y empezó a acercarse con timidez a las trompas de los carros para ver si alguno le daba chance de limpiarle los vidrios frontales y traseros por un poco de dinero.
Ese día Ernel no caminó en medio de los carros, solo vio a su papá desesperado, con el rostro desencajado, triste, angustiado por ver pasar las horas y tener hambre, responsabilidades y los bolsillos sumamente vacíos.
Insultos, malas miradas, ser ignorados y desechados fueron los primeros frutos que el pequeño recolectó en aquella esquina, “me daba pena al principio, estoy orgulloso de mi papá, no andamos robando, estamos trabajando y pidiendo, antes él iba a trabajar y todos los días nos traía comida, me da coraje que lo traten mal, no hay trabajo”.
Al día siguiente le llegó su turno, vivió en carne propia el desprecio, pero también conoció el afecto de algunos desconocidos.
El pequeño es consciente que su papá no lo llevó a pedir por que quiso; aun y cuando la panadería abrió, su papá no se podía movilizar hasta la Cerro Grande por la falta del transporte.
Recordar es vivir
Ernel añora su escuela, sus ojos se iluminan al recordar su aula de clases, rodeado de otros niños pequeños, prestando atención a la profesora y, por qué no, haciendo un par de travesuras de su edad con algunos de sus compañeros preferidos.
“Me hace falta ir a las clases, me llevaba muy bien con mis compañeros, todos los días hacíamos tareas, dibujos y cuando era la hora de comer, tocaban el timbre y salíamos a comer y jugábamos después”, exclamó.
Pero si de recordar se trata, Ernel se queda con el recreo, esos mágicos 20 minutos donde no habían carros, tampoco semáforos, no había gente enojada, no tenía que andar con un trapo en la cabeza y tampoco otra gente pidiendo, solo él y sus compañeros en un campo de fútbol, corriendo, aprovechando cada segundo entre comer y jugar. Sentir la delicia que le preparó mamá o comprar con el dinero que le dio papá, sin preocuparse por nada más que ser un niño.
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“Teníamos una cancha grande y jugábamos, yo jugaba de delantero y metíamos goles, me gusta cómo juega Messi”, dijo.
El recuerdo fue fugaz, la luz cambió, Ernel comienza a seguir los pasos de Marcelino, en la fila hay unos ocho carros, los primeros cinco no aceptaron el servicio de limpieza y tampoco les regalaron algo de dinero.
Pero los últimos tres se conmovieron, uno aceptó el trabajo y en los otros dos los vidrios se bajaron para darles un lempira.
Covid-19
De regreso en la esquina, el pequeño se desahoga como un adulto contra el covid-19, desea que todo se acabe, en sus palabras se siente la frustración, quiere volver a ser quien era antes, aunque los sueños comienzan a florecer otra vez, “quiero ser doctor para poder ayudar a las personas y a los niños, también me gustan los animales, me gusta pasear y jugar con mi hermanita, amo mucho a mi mamá, ella nos tiene comida cuando llegamos a la casa”.
8994-9792Puede llamar a Arlen y Marcelino y ayudarles económicamente. |
En el semáforo no todo es malo, Ernel contó que unas personas le dan comida preparada algunas veces y en una ocasión un hombre caído del cielo, en un carro paila grandote, abrió la ventana, le regaló 500 lempiras que utilizaron para ajustar los 2,000 lempiras de alquiler que pagan en el conocido barrio Los Jucos en el centro de la capital.
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Para Marcelino, su hijo Ernel es un tesoro que Dios le entregó, “es noble, educado, obediente, el mejor hijo que pude pedir es él y lo amo mucho”.
Reconoció que no fue fácil involucrarlo, pero se fue quedando sin opciones y el hambre comenzó a pasarles factura. “Nadie quisiera esto para un niño, mi ejemplo es trabajar, siempre he trabajado, robar nunca, eso no se va a llevar de mí, yo sé que esto va a pasar en el nombre de Dios y mi hijo se va a superar”.