Por Kati Marton / The New York Times
En su celda de prisión en Budapest en la década de 1950, mi padre imaginó que escuchaba la Sinfonía “Nuevo Mundo” de Dvorak. Aunque nadie en mi familia había puesto un pie en el Nuevo Mundo real, el simple hecho de saber que existía le dio consuelo a mi padre durante sus casi dos años de encarcelamiento.
Encerrado en la famosa fortaleza de la Calle Fo en la Hungría ocupada por los soviéticos, mi padre, afortunadamente, desconocía que su esposa —mi madre, reportera de United Press International— ocupaba una celda cercana. Tampoco sabía que sus dos hijos pequeños, mi hermana mayor y yo, vivíamos con extraños a los que el servicio de noticias estadounidense, el patrón de mis padres, pagaba por cuidarnos. Su delito fue informar sobre los juicios, farsa y el encarcelamiento de sacerdotes, monjas y disidentes que los satélites estalinistas de la posguerra utilizaron para reprimir la disidencia.
A mis padres les resultaría decepcionante que los conservadores estadounidenses, incluyendo a Donald Trump, ahora admiran su pequeña patria europea, con su costumbre de elegir el lado equivocado de la historia, e incluso verlo como un modelo a seguir. El Primer Ministro Viktor Orban ha calificado a Hungría de “democracia iliberal” mientras revierte sistemáticamente libertades ganadas con tanto esfuerzo, reinventa su pasado poco glorioso y se acerca a Rusia, la antigua potencia ocupante de Hungría y el carcelero de mis padres.
Yo recuerdo a un Orban diferente.
En junio de 1989, estuve junto a decenas de miles de húngaros en la Plaza de los Héroes de Budapest durante el reentierro de los líderes caídos del levantamiento de 1956 contra el Gobierno controlado por los soviéticos. Desde el podio, un joven barbudo y flaco captó nuestra atención con un encendido discurso. “Si somos lo suficientemente decididos, podemos obligar al partido gobernante a afrontar elecciones libres”, gritó, instando a negociaciones para la retirada de las tropas soviéticas de Hungría. “Si somos lo suficientemente valientes, entonces y solo entonces podremos cumplir la voluntad de la revolución”. El nombre del orador de 26 años era Viktor Orban.
Los acontecimientos de 1989, cuando varios miembros del Bloque del Este se liberaban del yugo soviético, fueron emocionantes. Hungría estaba dando pequeños pasos hacia la democracia, algo que yo experimenté muy personalmente. En mi boda en 1995 en Budapest, mi marido, el diplomático Richard Holbrooke, anunció en su brindis: “Al casarme con Kati, también doy la bienvenida a Hungría, a la familia de las democracias”. También estuvo presente el Presidente de Hungría, Arpad Goncz, cuatro años después de iniciar su labor para democratizar el País.
Durante un tiempo, Orban, ya sin barba ni flaco, líder del partido juvenil Fidesz, se hizo amigo de Richard y mío. Nos invitó a cenar y a la ópera, y para corresponder lo recibimos en nuestro departamento en Nueva York.
Pero en el 2002, derrotado en las urnas después de un solo mandato como Primer Ministro, Orban se aseguró de no volver a ser derrotado. Reelecto en el 2010, procedió a debilitar a gran parte de la naciente sociedad civil de Hungría —su poder judicial independiente y sus medios de comunicación independientes. De esta manera, empezó a convertir al País en un Estado unipartidista.
Algunos consideran a la Hungría de Orban como una autocracia blanda, ya que los disidentes y los reporteros no son encarcelados; simplemente se les expulsa de su profesión y, en el caso de miles, del País. Evidentemente, Trump ha quedado impresionado por la habilidad de Orban para erosionar las normas democráticas y deshacerse de molestos oponentes políticos. “No hay nadie mejor, más inteligente o mejor líder que Viktor Orban”, ha dicho efusivamente Trump.
¿Cómo es que la abierta admiración de Trump por Orban no fue suficiente para disuadir a más electores estadounidenses? Más allá de colmarlo de elogios, Trump ya ha arrancado páginas del libro de jugadas de Orban: amenazando con revocar las licencias de transmisión de canales noticiosos que él cataloga de “falsos”, esforzándose por eludir el proceso de confirmación del Senado y nombrando lacayos para altos cargos. Es de esperarse mucho más en la línea que ha seguido Orban al convertir a Hungría de una democracia incipiente en uno de los nuevos regímenes autoritarios del mundo. Incluso mientras los periodistas estadounidenses debaten si tomar en serio a Trump, recuerdo la advertencia de Voltaire: “Quien puede persuadirte a creer cosas absurdas, puede persuadirte a cometer atrocidades”.
Ni los individuos ni las naciones escapan a la historia por mucho tiempo y, con la elección de Trump, la historia amenaza con irrumpir en el santuario democrático de Estados Unidos con venganza.
Casi siento alivio que mis padres no estén vivos para ver la versión actual de la nación que consideraban la más grande de todas: Estados Unidos. Apenas la reconocerían.
Aunque fueron víctimas de los dos peores experimentos de la humanidad, el nazismo y el comunismo, mis padres reconstruyeron su vida en el Nuevo Mundo. Recuerdo ese Estados Unidos.
En el Budapest de la Guerra Fría, el primer estadounidense que conocí fue el hombre que se presentó en su Buick negro, con una bandera estadounidense ondeando en la polvera, para visitarnos a mí y a mi hermana en nuestro hogar de acogida en las afueras de Budapest. Nos había traído lujos inauditos: naranjas y camisetas estilo americano. Su nombre era Christian Ravndal y era el enviado de Washington a Budapest, el rostro de Estados Unidos, el decente. Era una época en la que pocos húngaros nos visitaban. El miedo es un arma potente y, como hijas de “enemigos del pueblo”, éramos consideradas tóxicas.
Hoy no contemplo abandonar el Nuevo Mundo, que nos permitió reiniciar nuestras vidas hace décadas. Como hija de mis padres, no huiré al silencio del exilio interno, sino que me aferraré a mi primer vistazo de Estados Unidos: una ofrenda de naranjas para una niña temporalmente huérfana por un Estado indecente.
Kati Marton es la autora, más recientemente, de “La Canciller: la notable odisea de Angela Merkel”.
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