Costó que el ruido de los disparos me sacara del sueño plomoso, en aquella madrugada de mis 18 años. No eran, como el sopor me decía, coheterías navideñas, sino descargas de fusilería, y luego crecientes ráfagas de ametralladoras, que tronaban muy cercanas.
De pronto, presentí que el ruido venía de la rebelión contra el gobierno de Villeda Morales, presagiada y promovida por algunos sectores del Partido Nacional, algunos militares, y ciertos medios de prensa. Se sentía en el ambiente que algo violento estaba por ocurrir, en cualquier momento.
Llamé a mi amigo Jorge Arturo Reina, líder estudiantil de la izquierda liberal. “Sí -me confirmó-, es un golpe del coronel retirado Velásquez Cerrato. El centro de mando parece ser el cuartel general de la policía.” Pregunté si participaban las fuerzas armadas.
“No es seguro todavía, no hay indicios. La situación es confusa, pero la insurrección está en marcha. Estoy haciendo llamadas, antes de que corten el sistema telefónico. Luego bajaré al portón, donde llegarán nuestros amigos, para decidir qué actitud tomar, que será combativa. Ahí te espero en una hora”.
Ahí estábamos, todos cariacontecidos pero decididos a defender la legalidad. Los mayores no tendrían muchos más años que 25. Acordamos ir de inmediato a Casa Presidencial, donde habría información, y podríamos ser asignados a los cuerpos de combate.
“¡Muchachos, yo sabía que vendrían a defender mi gobierno!”, dijo el presidente Villeda en tono satisfecho y orgulloso. “Señor presidente -contestó Jorge Arturo-, hemos venido a defender la Constitución de la República.” Tal respuesta consagró el dramatismo histórico del momento, cuando jóvenes comprometían su vida para salvar la República, mientras otros ya habían caído, y muchos más peleaban en las calles.
La intentona armada se redujo a Tegucigalpa, y fue derrotada en unos tres días por el gobierno y defensores civiles. Pero los hechos sangrientos y heroicos fueron también una advertencia que el país no supo leer: en el fondo, la marcha hacia el progreso, la superación del atraso, de la ignorancia y de la pobreza, confrontaba las tendencias conservadoras y las del cambio, no solamente como antigua rencilla en sectores de los dos partidos políticos tradicionales, sino también respecto a la actitud ante la cultura rural, que había congelado a Honduras desde la colonia española.
En esta perspectiva, ilustres nacionalistas como Venancio Callejas, Juan Manuel Gálvez y Abraham Williams Calderón lucían más cerca de la acción renovadora del liberal Villeda Morales que de la actitud rural e inmovilista del general Carías, el último caudillo frutero, como le llamó el pensador social Filander Díaz Chávez.
La incapacidad de ver que los peores escollos del progreso estaban en la cultura de país que todos compartíamos, no en los propios partidos, extravió, enconó y esterilizó la lucha política sectaria de las juventudes hondureñas, posteriores a julio de 1959, que no tuvieron acceso a los liderazgos dentro de sus partidos, porque fueron marginadas por los líderes conservadores, de edades mayores.
Un agravante fue que la acción política de todos los partidos estuvo enmarcada, condicionada y hasta en parte financiada por la Guerra Fría, que sin ser nuestra ni fría, desorientó de manera tajante y divisionista la vida política de los hondureños.
Recobrar el aliento, entender y compartir la urgencia de transformar la cultura rural del país, en un esfuerzo donde todas las corrientes ideológicas y políticas podrían coincidir, tal sería la lección histórica que nos dejó ese episodio tan mal entendido, que provocó la muerte de millares de jóvenes de todas las orientaciones, por causas equivocadas unas, y extrañas otras a las realidades históricas de Honduras.