Yo, que a veces peco de inocente, me di cuenta de que había entendido muy mal algunos términos, quizá toda mi vida. Apenas me enteré de que las palabras no siempre significan lo que la mayoría de las personas entiende o, peor aún, lo que aparece en los diccionarios. Como diría Vicente Huidobro, uno de los más grandes poetas chilenos: me “diciccioné” de los “decepcionarios”.
Pensé (repito) en mi vergonzosa inocencia, que “interpretar” significaba explicar el sentido que tiene una palabra, un gesto o una acción en un contexto determinado, pero me acabé enterando de que significa darles a las palabras el sentido que más me convenga según mis intereses personales o ideológicos. Y si estaba equivocado con ese término tan sencillo, seguramente pasa lo mismo con la definición de hermenéutica, con todo y su dios Hermes, de cuyo mito ahora dudo.
Como adjetivo adjunto al término antes dicho, aparece la palabra “perversa”, que por cierto sustituye a al menos dos de los adjetivos semánticamente más inmediatos para esta palabra: acertada y equivocada. “Perversa” probablemente se refiera a que no es la interpretación que más me gusta o más me conviene.
Por supuesto, derivada de estos significados aparecen la palabra “justicia” y “legalidad”, sujetas siempre a las “interpretaciones perversas”.
Así, la “verdad” es siempre subjetiva, como lo planteó Michael Foucault, quien propuso que la verdad está íntimamente ligada al poder: ¿quién dice la verdad? Sí, así como usted lo pensó, la dice quien ostenta el poder, algo así como aquella idea de que la historia siempre la cuentan los vencedores y no los derrotados. ¿Hay, entonces, verdades absolutas? Por cierto, ¿qué deberíamos entender por «absoluto»?
Como decía una recordada docente, las palabras son como agua que se escurre entre las manos. La clase política hondureña ha demostrado lo frágiles que son las palabras, cómo estas son capaces de torcerse a conveniencia de quien las use o interprete (en el sentido perverso) de la palabra.
Hoy más que nunca los significados de las palabras son relativos y antojadizos, se hace con lo dicho y con lo escrito, y es aquí cuando sucede lo terrible, lo que se quiere, lo que el hígado pide. La lengua pareciera por estos lados estar en un periodo vacilante, que es una etapa primaria por la que pasan la mayoría de las lenguas cuando apenas se están configurando.
Antes se decía que alguien era “un hombre o una mujer de palabra”, cuando mantenía lo dicho, en su literalidad y en su sentido, es decir, en su interpretación. Lo que tenemos ahora es una selva semántica, en la que los significados cambian, son manipulados y hasta desaparecen, según el apetito de turno.
Y esto es más grave de lo que parece, porque si usted lo piensa con detenimiento, lo que protege nuestra dignidad como humanos (deje usted por fuera lo de hondureños) son unas cuantas palabras articuladas de una manera en específico en tratados internacionales, la Constitución de la República, leyes, reglamentos y documentos afines, palabras que fueron escritas para que se interpretaran de una forma concreta, con la menor ambigüedad posible.
Pero si esas palabras se interpretan al gusto de uno y de otro, lo que impera es el caos, y entonces, estamos en riesgo, porque ya nada es seguro.