Tuve la oportunidad de asistir al estreno centroamericano del documental “Tras la vida” de la cineasta guatemalteca Anaís Tarecena, que cuenta la historia de Ana Enamorado, una madre hondureña que desde hace casi 14 años busca a su hijo, migrante como muchos, desaparecido en México. Agradecí, además, a los que hicieron posible esta proyección en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, por poner estos hechos en la mesa de discusión.
Después de la proyección, la palabra “desaparecido” quedó rondando mi cabeza. Definitivamente no era un vocablo nuevo para mí, pero me sorprendió lo poco contextualizado que lo tenía con relación a los migrantes. Me sorprendí a mí mismo pensando en que muchas veces cuando escuché que hay un compatriota desaparecido, supuse que allí se cierra ese capítulo, como si no hubiera nada más que hacer. Y, definitivamente, sentí mucha vergüenza.
Sentí vergüenza de enterarme hasta ese momento de la historia de una mujer que deja todo en Honduras para irse a vivir a México y buscar a su hijo por todos los medios que las posibilidades le permiten.
El trabajo que hace Ana Enamorado trasciende su propia individualidad. Ana sirve de inspiración, a la vez que es una despertadora de conciencia, que advierte a muchos hondureños y hondureñas que no deben simplemente quedarse con el dolor, sino exigir respuestas a quien corresponda.
Creo que se debería hablar más de los desaparecidos, que son muchos (es una pena que no sepamos ni siquiera precisar cuántos), y de sus madres, pero no para compadecernos de ninguno, sino para movilizar a las autoridades, tanto hondureñas como mexicanas para que se responsabilicen de lo que sucede con estos compatriotas, que lo único que hacen es ejercer su derecho humano de buscar un mejor lugar, ante la despiadada expulsión de la tierra en la que nacieron.
Pero no quisiera que en la televisión, solamente para dar un ejemplo, se mostrara nada más el dolor de estas madres o padres o hermanas, sino también su fortaleza, y que se les ayude a difundir su mensaje, que es muy simple: no quieren morir sin saber qué ha pasado con sus familiares.
Hoy más que nunca los hondureños migran, creo que vivimos el más dramático de los momentos, según el Instituto de Investigación y Evaluación Educativas y Sociales (Iniees) de la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán (UPNFM), el 44 por ciento de los niños entre cuarto y octavo grado piensan migrar. Es honestamente un dato escalofriante, descorazonador y devastador. ¿Qué tanto mal les estamos haciendo a los niños como para que a los diez años pretendan “huir” de Honduras?
Y de ese 44 por ciento muchos sí se irán, y algunos de ellos desaparecerán. Y si no se cambia esa cultura en la que, lo último que se sabe de ellos es que desaparecieron, seguirán desapareciendo impunemente, como si se los hubiera tragado la tierra, como si no existieran responsables.
No escribo estas palabras para conmoverlos, las escribo para que comencemos a hablar de estos hechos, porque es inconcebible que en un país donde (me atrevo a decir) casi todos sabemos de un desaparecido, no hablemos de ellos, como si también hubiera que desaparecerlos de nuestras memorias, de nuestras conversaciones, como si a su desaparición física, le siguiera una simbólica, tan trágica como la primera.