Es tanta la injusticia de todo tipo en Honduras, que el decreto de amnistía, llamado así, aunque sin que fuera ese el nombre preciso, menos lo era el de decreto de la impunidad, el que ahora de hecho, pasó a ser su nombre cabal, tenía razón de ser.
En algo repararía la iniquidad, los desafueros de la acción represiva del Estado derivados de los hechos del 28 de junio del 2009, y posteriores. Fuera o no comprensible. Los derechos humanos deben ser preservados y de no serlo, las víctimas han de ser protegidas y en su caso, recibir la reparación correspondiente.
Se entendía que el Decreto 4-2022 acercaría a la justicia a quienes por razón de disentir en aquellas circunstancias, aún estaban marginados de su ala defensora y privados políticamente de su libertad. Políticamente.
Nunca, este decreto de impunidad, como ninguna otra norma, podría servir para beneficiar a autores de delitos comunes, menos, específicamente, de delitos de corrupción.
No porque así se nos ocurra para el bienestar común, sino porque así son los compromisos que hemos contraído con convenciones internacionales suscritas por nuestro país.
Se estuviera de acuerdo o no, se aceptaba como una vía para sanar heridas, unas muy profundas que dejaron aquellos hechos y claro, para evitar más injusticia.
El que el Decreto 4-2022, se haya convertido en garante de impunidad en vez de acicate a la seguridad jurídica que nos es indispensable, es un parte aguas en la cuestionada impartición de justicia.
Que respetemos a nuestras autoridades, que entendamos que los fallos judiciales se acatan, no se discuten, no nos obliga a cerrar los ojos y comprender que como algunas cortes supremas anteriores, esta también nos quedó mal.
El evidente acoplamiento a la ilegalidad con inteligible argumentación y la impunidad que se fomenta, traerá mayor resquebrajamiento de la credibilidad en la casa de la justicia. De esta similar a la que desnudara en sus versos Roberto Sosa. Nos falló esta Corte Suprema con ese fallo