Excluido de participar mientras no supiera leer y escribir, observaba las largas partidas entre mis mayores, envidiando su diversión y complicidad mientras desafiaban su conocimiento del idioma; fieles a las reglas del juego, no se aceptaban vocablos que no hubieran sido aceptados por la Real Academia Española (RAE) ni se podía consultar su diccionario, a menos que fuera para desafiar una palabra de otro jugador, movida riesgosa que podía hacer perder turno y puntaje a quien se equivocara (desafiante o desafiado).
El día de mi debut llegó cuando yo tenía un poco más de siete añitos y, aunque mis pies no alcanzaban el piso, puedo recordar como si fuera ayer ese momento en que me permitieron ubicar mis siete letras sobre el atril de pino. Aunque no recuerdo ni las palabras que puse sobre el tablero, y mucho menos los puntos obtenidos, sí quedaron grabados en mi memoria el acontecimiento y la gran satisfacción que ello produjo. Desde entonces y en distintas etapas, crecí “jugando con palabras”: primero, con mi padre y hermanos -hasta que cada uno salió a hacer su propia vida-, luego, solo con mi padre, hasta que ya la vista no se lo permitió, y en los últimos tiempos, con mi hijo mayor, último heredero de la verbofilia en casa.
La abuela Valentina -madre de Raúl, mi padre-, además de aficionada a jugar solitario con naipe americano, era fanática de llenar crucigramas. Así que no resultó para nada extraño que su hijo y nietos se sintieran atraídos por este tipo de entretenimientos. Años después, cuando estudiaba en los Estados Unidos en los sesenta, papá conoció el Scrabble y se las ingenió para conseguir una versión en español a su regreso; la que encontró fue una de fabricación brasileña y fue con esta que crecimos jugando.
Después, cada uno de los hijos e hija compró su propio tablero y piezas para sus propias familias, ampliando a otras generaciones la tradición paternofilial; primero con versiones infantiles y luego con versiones para adultos, cada hogar tiene su propio tablero y, aunque no en todos la afición por el juego es la misma, al menos en la nuestra nos ha regalado momentos únicos, como ese en que un hijo te vence por primera vez en una partida (privilegio que ninguno de nosotros tuvo con el viejo Raúl, avezado lector y conocedor de palabras imposibles y nunca escuchadas).
Hace diez días, mi padre cumplió once años de hacer mutis del teatro de la vida. Y, como no podía ser de otra manera, con lo que tengo hoy en el atril escribo para él un GRACIAS. Uno de sesenta puntos con triple tanto de palabra. No se me ocurre mejor homenaje.