Nuestras Fuerzas Armadas tienen como mandato constitucional la defensa de la soberanía y la seguridad nacional. Inentendible que tantas fuerzas solo sean armadas y no constructoras o aplicadores de otras ciencias como otras fuerzas armadas en otras democracias. Tanto conocimiento, disciplina y talento, a veces evaporados en el ocio. Debieran repensarse. Evolucionar y dar otros aportes al engrandecimiento patrio.
En la coyuntura en que vivimos, vulnerada por la inestabilidad, es más importante aún que nuestras Fuerzas Armadas acaten ese mandato constitucional.
Que cumplan la disposición que las blinda de injerencias sectaristas que lesionan su espíritu de cuerpo. Ser militar evoca virtudes como el honor, la lealtad y el sacrificio. Cualidades morales que suponen elevar al ser humano sometido al fragor sino de la guerra, de la formación en ella para no librarla nunca. Se aprende a usar las armas para no tener que dispararlas.
El contrasentido en el que se fundamenta la función del militar, del verdadero soldado de la Patria. Listos para defender sonando con la inexistencia de la amenaza. Toda el aura de grandeza con la que aportan a la nación, no debiera desvanecerse en las elucubraciones de unos cuantos. Es intrínseco a la hondureñidad, el respeto a la autoridad. Aún equivocada. Amamos a nuestras Fuerzas Armadas. Son pueblo.
Al margen de la dicotomía que presupone, somos uno: el Pueblo Hondureño. Si nuestras Fuerzas Armadas perdieran el rumbo, estaríamos frente a la ilegalidad. El actual jefe del Estado Mayor Conjunto y su antecesor, en su activismo político, laceran la integridad de los militares y de todos nosotros. Su penosa obsecuencia con el poder establecido les genera o puede asegurarles, adelante, un cargo público, su ingreso y prebendas. Pero les despersonaliza. Y nos hacen gran daño. A todos. Más de 30 años de formación y abnegación en una carrera noble, para quedar en eso. ¡Qué pena!. Lo único que se les pide es que sean militares responsables. Nada más.