Un antiguo y apreciado amigo, notable político, me ha pedido que le aclare la frase donde Carlos XIII de Suecia (1748-1818) declaró que, “a la larga, la verdad es menos peligrosa que la mentira”, citada en el artículo anterior. Carlos fue político permanente, en una Europa convulsionada por guerras frecuentes, y ese pensamiento es fruto de su experiencia.
Toda decisión política implica un riesgo. Sea o no previsto, estará presente en cuanto el político diga o calle, haga o no haga. ¿Será veraz o mentirá? Tarde o temprano se sabrá la verdad, como explicó Abraham Lincoln: “…se puede engañar a todos por algún tiempo, o a algunos todo el tiempo, pero no a todos durante todo el tiempo”. La mentira es la apuesta más peligrosa.
¿Qué es la verdad, qué la distingue de la mentira? Si la ciencia o la filosofía tuviesen una respuesta inequívoca, el negocio de la demagogia no sería tan floreciente.
La historia del pensamiento recoge este problema. Los filósofos griegos preguntaron si conocemos la realidad externa o solamente sus apariencias. Si no conocemos la esencia de las cosas, la verdad no está a nuestro alcance. Desde hace tiempo se ha postulado que creemos verdad cuanto ha sido repetido durante mucho tiempo, y aún hoy el célebre historiador israelita Yuval Harari (U. Hebrea de Jerusalén) opina que conceptos fundamentales como la ley, el derecho, la moneda, son verdades porque el uso, la costumbre, la cultura nos las han enseñado como tales. El debate continúa tan fiero como siempre, recalentado por hallazgos de la ciencia que los bandos en la disputa interpretan cada uno a su manera.
Es evidente que la convivencia social requiere cierto grado de simulación. Ante tantas dudas, la verdad no parece confiable. ¿No será que la mentira funciona mejor? El ser humano tiene libre albedrío y conciencia moral, que pueden orientar conductas por la verdad, entendida en la mejor forma para el bien común.
Sin embargo, ese libre albedrío y esa conciencia moral funcionan más y mejor en la vida privada que en la política. La verdad, es posible decir, está más cerca de los hogares que de los partidos políticos y de los gobiernos.
Y es que la política es la administración del poder público, desde el gobierno y la oposición. La cuestión aquí es la relación tan estrecha que guarda el poder político con la corrupción. Lord Acton (Inglaterra, 1834-1902 ) convirtió para siempre en axioma político la frustración de su breve paso por la política, cuando dijo que “el poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente”.
Notar que el poder solo “tiende a corromper”, y que la corrupción absoluta no ocurre sin poder absoluto. La pérdida de la conciencia moral provoca la corrupción absoluta, no el simple poder, sino su abuso, que usa la mentira como medio de ocultación y control de la sociedad.
El tema sigue desconcertando. Recuerdo que hace años, Newsweek comentó que Harry S. Truman conoció al presidente Roosevelt en una entrevista para tratar el tema de la vicepresidencia. Un amigo preguntó luego a Truman qué opinaba de Roosevelt. Truman contestó molesto: “Miente”. El articulista anotó que todos los políticos mienten, y que la cuestión está en si mienten para beneficio del país o para beneficio de ellos. No hay aquí filosofía, pero con esa simple regla, al menos podemos suponer dónde -si en algún lado- está la verdad y dónde la mentira entre nuestros hombres y mujeres del poder político, compartido entre la montaña y la llanura.