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“Ahí nomasito, usted. Ahí adelantito”, nos respondió amablemente el lugareño cuando le preguntamos cuánto faltaba para llegar a destino. Como todo forastero que desconoce una ruta, proseguimos confiados en las indicaciones de aquel hombre que faenaba a la orilla de la carretera, ignorando que iniciaba una historia digna de “La Dimensión Desconocida”, el popular programa de televisión. Eran los tiempos sin teléfono portátil, ni geolocalización satelital, ajenos a mapas de carretera y cartas de navegación electrónicas.

La carretera polvorienta se extendía ante nosotros, sin mostrar rótulos ni señales que indicaran la cercanía del pueblo al que nos dirigíamos. Una hora antes de habernos encontrado con el improvisado guía, otro buen hombre nos había confirmado que encontraríamos la villa “detrás de aquel cerro, como a unas dos o tres leguas”, mientras señalaba un grupo de montañas altas y boscosas que se miraban muy cerca de donde estábamos. Mi hermano menor preguntó desde el asiento de atrás qué era “una legua” y no recuerdo quién de mis hermanos mayores le explicó que era una vieja forma de medir las distancias de camino, de uso común entre labriegos, sin precisar a cuánto equivalía (detalle que a nadie pareció importarle pues antes los adultos no le hacían tanto caso a las dudas de los pequeños, especialmente si no conocían las respuestas y, de todos modos, para eso habían enciclopedias pagadas a plazos en los libreros de las casas que aclararían las dudas después).

Si eso hubiera ocurrido hoy, con solo consultar el sitio web del Diccionario de la Real Academia Española o “san Google”, habríamos sabido que el noble transeúnte no nos había orientado, sino advertido que faltaban más de 15 kilómetros porque la legua no es sino una “medida itineraria, variable según los países o regiones, definida por el camino que regularmente se anda en una hora, y que en el antiguo sistema español equivale a 5572.7 metros”.

Así que, confiados en la diáfana sonrisa e indicaciones de aquellos buenos samaritanos, continuamos avanzando “para delante”, sabidos que la bondad es connatural a esos seres bucólicos y que, como siempre están dispuestos a ayudar al prójimo, no había nada que temer...Con el paso de los años y, curtido de experiencia, he aprendido que no hay palabras más engañosas que aquel “ahí nomasito” y “ahí adelantito”. Son de la misma calaña del “ya mero”, “ahí cerquita”, “a la vuelta”, y primas hermanas del “voy llegando”, “espérame un tantito”, “se lo hago en un par de días” o “llego un día de estos”. Todas las hemos escuchado y quizás las hemos repetido, conscientes que con ellas se evade dar certeza a nuestras promesas y ofrecimientos, o se quiere quitar dureza a una realidad incómoda o difícil de expresar.

Ya estaba oscuro cuando llegamos: no quedaba a 15 kilómetros sino al “doble de leguas” anunciado. Agotados, bajamos del vehículo y nos fuimos a descansar alegres, menos mi padre que arqueó las cejas cuando la señora del hospedaje le recibió con un sonoro: “¿Llegaron rapidito, verdad?”.