Funcionarios del gobierno español de centro derecha, como Cristina Cifuentes, tildaron de “golpistas” a los manifestantes del 25 de septiembre (25-S) que rodearon al Congreso.
Allá lejos, y no en otoño (boreal) sino en primavera (austral), funcionarios del gobierno “progresista” (populista) de otra Cristina, la presidente argentina, calificaron del mismo modo a los que participaron en los cacerolazos. Obviamente, si bien estas manifestaciones estallaron a causa de políticas partidistas muy erradas, el trasfondo es el fracaso del sistema.
El 25-S no distinguió partidos y lanzó frases como “ladrones”, y “ahí está la cueva de Alí Babá”, las mismas que se repiten en Argentina. Existe una fractura muy profunda entre los ciudadanos y clase política a la que ven como “una corporación que tiende a perpetuarse”.
Según Metroscopia, en España, el 87% piensa que los partidos solo piensan en sus intereses. Desde Occupy Wall Street, las revoluciones del norte de África o el movimiento Anonymous, hasta el Partido Pirata alemán promueven la idea de que todos deben participar, para ser democráticos. Y esto es real y legítimo. ¿Ahora, es posible?
En Egipto, lo que siguió a la “revolución” fueron los mismos militares que sostenían a Mubarak y Occupy Wall Street naufragó. Quizás los más ingeniosos, los Piratas, utilizan ordenadores con un programa llamado “Liquid Feedback” que pretende dar la oportunidad a cada uno de votar en el Parlamento como un representante más. Pero que todos participen en la formación de las “leyes”, que luego son impuestas coactivamente por la “autoridad”, es muy peligroso porque, al haber millones de jefes, no hay ninguno y, entonces, la autoridad de aplicación actúa a su antojo.
Basta ver lo que decían en 1922 los de la marcha sobre Roma, o los que en 1933 aplaudieron el incendio del Reichstag, para comprender que así se originaron buena parte de los populismos antidemocráticos. Hoy, también, se cuestiona la legitimidad de la actual “democracia”, pero solo con la finalidad de aplicar aquel principio maquiavélico de que “todo cambie para que nada cambie”…
El problema no radica en que las leyes sean buenas o malas, ergo, no radica en quién las decida y aplique sino en que son aplicadas de forma coactiva, con base en el monopolio de la violencia que utiliza el Estado. Si una ley mala no se aplica coactivamente, no pasa nada, simplemente no se cumple y ya está. Es que la violencia no solo destruye sino que corrompe porque siempre será arbitraria ya que, en última instancia, queda al arbitrio de quien la ejerce, es la decisión de uno solo que tiene “el poder” de decidir a gusto.
En el mercado, por el contrario, las decisiones son compartidas llegándose a acuerdos voluntarios y pacíficos entre las partes. Si una persona, por caso, quiere un auto o servicios de seguridad o arbitraje, simplemente acuerda con el prestador un precio. Ahora sí, las personas participan en cada momento en cada aspecto de su vida.
Y así se produce la verdadera democracia, como con el rating de la televisión donde millones de personas “votan” por un determinado programa. La diferencia está en la participación personal en el tiempo real de sus vidas y la asunción de los resultados y responsabilidades personales.