“Al caer la tarde, la historia y la literatura se reúnen en la memoria; luego, la historia pierde la memoria y el escritor la suple con la imaginación”: Carlos Fuentes.
Debo a dos amigos inolvidables, Marco Tulio Zepeda y Enrique Ponce Garay, haberme sorprendido e iluminado con “La muerte de Artemio Cruz”, de Carlos Fuentes.
Marco Tulio y Enrique habían abierto, en los años setenta, una librería —la librería Latina— en el costado sur del parque Valle de Tegucigalpa, sitio en donde se podía hojear libros sin costo ni pudor alguno, como ocurriría treinta años después en Metromedia de la colonia San Carlos, hoy cerrada por los embates de una piratería bibliográfica que no parece preocupar a nadie.
En los anaqueles de la Latina, además de la buena plática, se hallaba, entre todo, lo más representativo del célebre “boom” de la literatura hispanoamericana: Rulfo, Vargas Llosa, García Márquez, Octavio Paz, Otero Silva, Carpentier, Borges, Cortázar, para citar lo imprescindible. Esa librería era, sin ningún afán metafórico, un templo cultural a dos cuadras de la catedral metropolitana.
Marco Tulio y Enrique ya no están con nosotros —aunque permanecen vivos en la memoria que inmortaliza a las gentes buenas— ni insisten en convencernos respecto a las bondades
y excelencias de uno u otro autor; sin embargo, estoy convencido de que el deceso de Carlos Fuentes les hubiese dolido profundamente, como a mí.
Cuando hace dos años, la Academia Sueca confirió el Premio Nobel a Mario Vargas Llosa, presea más que merecida, hubo quienes lamentamos que el galardón no hubiese recaído en el genial inventor del “Gringo viejo”, pero era previsible y lógico: veinte años atrás, el último Premio Nobel hispanoamericano había sido un mexicano, Octavio Paz.
En materia de premios y reconocimientos, Fuentes los reunió todos: el Premio “Xavier Villaurrutia”, de México; el “Rómulo Gallegos”; el “Premio Cervantes” (Nobel de las letras españolas), el “Príncipe de Asturias”; el Premio Formentor de las Letras y una infinidad de doctorados “Honoris Causa” por similar cantidad de instituciones. Fue conferenciante permanente en universidades estadounidenses como la de Harvard, Columbia, Princeton y Pennsylvania: Grande entre los grandes, pero se nos murió el 15 de mayo recién pasado y sin avisar.
Y mencionaba yo “La muerte de Artemio Cruz”, de 1962, el mismo año en que Vargas Llosa publica “La ciudad y los perros”. La novela hizo a Fuentes, quien ya había escrito “La región más transparente” y “Las buenas conciencias”, un autor de prestigio internacional. La novela, impresionante demostración de madurez y técnicas creativas, a pesar de los treinta y cuatro años del escritor, se centraba en el México posterior a la revolución de 1910 y recreaba, como protagonista, a un veterano de aquellas contiendas, honesto defensor de la causa inicial, pero vuelto, con los años, un corrupto parásito del Estado. Cruz, recluido en una cama de hospital y a merced de una esposa e hijos que esperan su muerte como aves de carroña, recuerda cada una de las etapas de su vida y se resiste a una muerte que no será sino el irónico castigo de sus deshaceres.
La novela es estupenda, pero igualmente lo son “Aura”, “Zona sagrada”, “Cambio de piel”, Terra Nostra, “Gringo viejo”, “Cristóbal Nonato”, “La silla del águila”, “Adán en Edén” y Vlad. Dentro de su cuentística —“Los días enmascarados”, “Cantar de ciegos”, “Agua quemada”, “Cuentos fantásticos”, “Cuentos naturales” —yo recomiendo “La frontera de cristal: una novela en nueve cuentos”, un libro donde Carlos Fuentes demuele estereotipos y convenciones (que han fabricado falsas convicciones) acerca de los migrantes hispanoamericanos en su búsqueda del American Dream, una expresión difícil de homologar, aunque se intente, con la de “El sueño americano”.
¿Y qué decir de su teatro — “Todos los gatos son pardos”, “El tuerto es rey”, para dar ejemplos— o de sus ensayos inimitables? “Leo y releo hoy” “El espejo enterrado” y un portento que me traje de Guadalajara, Jalisco, donde vi a don Carlos desde lejos, como es regla para el común de los mortales en oportunidades excepcionales: “La gran novela latinoamericana” (Santillana, 2011). A lo anterior, agréguele usted su labor como guionista cinematográfico: “¿No oyes ladrar los perros?”, “Pedro Páramo”, “Los caifanes”, “Tiempo de morir”, “Las dos Elenas”, “El gallo de oro”, en colaboración con Gabriel García Márquez y el mismo Rulfo.
Escritor, lector insaciable, diplomático honesto; el más cosmopolita y culto de los escritores universales —no solo hispanoamericano— del siglo veinte, Fuentes resulta extraordinario.
Era lúcido en sus declaraciones públicas. En una ocasión se le quiso sorprender en términos de una definición política del rol que tocaba a cualquier escritor en las coyunturas perentorias de un rato histórico y él respondió: “Sospecho del escritor que, de entrada, proclama que escribe para el pueblo. Y detesto al escritor que conoce la receta prefabricada del éxito de ventas”. Otra: “En el totalitarismo, el escritor es conducido a un campo de concentración; en el capitalismo, a un estudio de televisión”.
Y para no incurrir en citas y fraseologías abrumadoras, una última: “La literatura es un estorbo en el mundo del orden establecido, pero es una esperanza en los mundos por establecer”.
Carlos Fuentes Macías, nacido en la ciudad de Panamá, Panamá, el 11 de noviembre de 1928, falleció en la ciudad de México —un México que él reencarnó y dignificó mejor que cualquier otro— el 15 de mayo del año 2012, a los ochenta y tres años de edad.
Aunque sea un “lugar común”, no hay duda: la tierra pesa menos sin Fuentes.
* A excepción del Nobel, en materia de premios y reconocimientos, Fuentes los reunió todos: el Premio “Xavier Villaurrutia”, de México; el “Rómulo Gallegos”; el “Premio Cervantes” (Nobel de las letras españolas), el “Príncipe de Asturias”; el Premio Formentor de las Letras y una infinidad de doctorados “Honoris Causa” por similar cantidad de instituciones.