La impunidad, el principal aliciente de la delincuencia de toda laya que asola Honduras, es muchas veces justificada en la Policía y en el Ministerio Público con el sambenito de falta de recursos o de la calidad de los mismos.
Se dice por ejemplo que el grave problema es la deficiencia en el trabajo de investigación, que no se cuenta con gente bien formada ni con los equipos ni insumos necesarios para seguir pistas y esclarecer los delitos de forma científica, con el uso de la alta tecnología. En el Ministerio Público la excusa es que no tienen un cuerpo de investigación. Y nadie duda de que tanto los policías como los fiscales padecen de una serie de carencias que les impiden hacer mejor su trabajo.
Pero el caso del asesinato de Carlos David Pineda y Rafael Alejandro Vargas Castellanos, hijo de la rectora de la UNAH, Julieta Castellanos, se ha transformado en otra evidencia, un año después de ocurrido, de que la impunidad no solo es fruto de las carencias de la Policía y de la Fiscalía sino también de la falta de voluntad, de negligencia, de incapacidad y hasta de complicidad en los diferentes niveles de mando de estos organismos.
Como lo señala la socióloga Castellanos, en entrevista con EL HERALDO, estamos ante “un hecho de impunidad que golpea mucho porque este caso era evidente, se descubrió muy rápidamente. Se descubrió en las primeras 24 horas a los actores, los actores directos”, todos policías que forman una poderosa red de delincuencia. Con todas las pruebas y pistas encontradas no era difícil desmantelar la organización desde su misma cúpula si existiera la voluntad para hacerlo.
Por culpa de la lentitud de la Fiscalía y la confabulación del alto mando policial, incluso tres de los responsables directos del crimen de los dos universitarios están prófugos y el juicio contra dos oficiales por el mismo caso sigue estancado. Si se hubiera actuado con diligencia, con honestidad, con seriedad, con voluntad de hacer las cosas, hoy, un año después ya este crimen estuviera esclarecido en todos sus detalles. Es más, ya se hubieran desmantelado desde sus raíces, las redes criminales, poniendo en la cárcel a los oficiales que reciben parte del dinero producto de la acción delictiva de los policías.
A estas alturas ya la Policía debiera estar depurada, dedicada por completo a luchar contra la delincuencia y contra la impunidad. Pero no. Ambas siguen aterrorizando y matando la esperanza de los hondureños.