Opinión

Repensar el paradigma

El vocablo de Robert Owen en 1834, “socialismo”, sigue asustando al mundo, más hoy que no existe modelo hegemónico, como cuando regía la URSS, sino de múltiples apellidos y variada confección (chino, nórdico, cubano, de siglo XXI…).

Se caracterizan todos por ciertos fundamentos genésicos: socialización de la economía, que pasa a planificada, propiedad social (colectiva) de los medios de producción, desaparición de la propiedad privada de los bienes de capital y construcción de sociedades sin clases estratificadas o subordinadas.

Principios que, empero, cada uno matiza a su manera o concluye reduciendo a un solo eje ideológico superior: obtener el bien común y alcanzar la igualdad social, sueño humano. Aunque hubo en épocas pre-modernas socialistas varios, la brillantez del materialismo histórico articuló y absorbió en el siglo XIX cualquier otro proyecto idealista que no fuera a su vez social.

Y allí es donde comienzan a gruñir los perros. La experiencia rusa ––que concebía al socialismo cual ante paso al comunismo–– exhibió con Stalin modos “socialistas” jamás concebidos por Marx, Engels o Lenin: autoritarismos esteparios, divinizada dirección de una dirigencia superior (el partido o Politburó), colectivización agraria, esclavismo industrial e incluso el forzamiento por imponer una “dictadura del proletariado” o desaparecer la moneda.

Ese controvertido “socialismo real”, en desviación del deseado, originó a la mediatizadora socialdemocracia y a interpretaciones novísimas del proyecto, entre ellas el “socialismo del siglo XXI” que no existe en teoría y que es imposible replicar sin los abundantes caudales públicos de que dispone Venezuela.

De modo que cuando se alude ahora al socialismo se trata de una múltiple interpretación de modelos, cosa que entusiasma a cada diverso seguidor y que horroriza (por aquel histórico socialismo “real”) a las burguesías, ignorantes de cuánto podrían beneficiarse desafiando a la oligarquía. Cada cual, pues, comprende o desentiende el discurso a su modo, por lo que a la hondureña habría que redefinir el paradigma y conocer de qué hablan en estos particulares instantes ciertos nuevos actores del tejido político nacional. Según mi parecer, desde luego.

País que en la interdependencia contemporánea elimine al dinero, anule la propiedad privada o atenace perennemente el poder sin la voluntad social, se hunde. Las prácticas democráticas, aunque sean de débil democracia, dificultan categóricamente la imposición de una ideología contestataria, ya que las clases que manejan y ordeñan al Estado resistirán y defenderán a muerte sus privilegios, incluso con masacre y represión: para eso crearon y ceban fuerzas armadas mercenarias.

Pero si la población logra articularse y proponer cambios básicos aunque profundos, en una especie de ética de transformación no violenta, su apelación, es decir su llamado, puede convencer, convertir y aglutinar a enormes masas sociales sin, a la vez, desencadenar la ira dominante.

Esos consensuados cambios son elementales y pertenecen al primigenio concepto de democracia: revertir la posesión de los bienes naturales de la república y hacerlos redituar a favor del desarrollo integral del país: ello aseguraría el financiamiento del progreso; arquitecturar desde sus raíces a la justicia ––con elección popular de magistrados–– reasentando su funcionamiento sobre el valor exclusivo de la equidad; reorganizar técnica y eficientemente al Estado, liberándolo del clientelismo; roturar al hegemonismo capitalista mediante experimentación científica de nuevas formas de gobierno (¿relaciones internacionales más comerciales que políticas; agenda de temas patrios decididos únicamente por referéndum; restricciones a la reelección congresional; una sociedad feliz sin ejército; punta de lanza de la educación como motor refundacional; autonomía del aparato fiscalizador estatal, etcétera?) y, esencial, reducción del costo de gobernabilidad, es decir de la maquinaria burocrática, sin que ello implique minimizar el impacto legislador y regulador del Estado.

Si a esto, que es llano proyecto ético, se desea titularlo socialismo, opine cada quien. Vanas las etiquetas. En vez de eso podríamos nombrarlo Democracia Siglo XXI, que es igual.

Lo positivo es que nos atrevamos y lo hagamos fructificar.