Sordos, ciegos y cínicos, ciertos curas de la Iglesia Católica no quieren aprender ante la nueva realidad que dicta Francisco, el papa de los pobres.
Estos renegados, enseñados al lujo, a la ostentación y a la intriga, no desean perder privilegios mientras una gran parte de la feligresía se debate entre el hambre y la fe.
Europa está escandalizada con la revelación de que el obispo alemán de la diócesis de Limburg (oeste), Franz-Peter-Tebartz-van Elst, de 53 años, ha despilfarrado casi 40 millones de Euros en la construcción de una residencia particular. La alarma sonó cuando pidió poner una bañera de 15 mil Euros.
Los feligreses molestos hicieron repicar las campanas del templo el domingo 13 de octubre pasado, como acto legítimo de protesta contra el curita manirroto.
Cliente frecuente en primera clase y acumulador de millas en las aerolíneas, el soberbio obispo, al ser descubierto, tomó un avión a Roma mezclándose entre los “zarrapastrosos” viajeros de categoría turista, sacrificando sus placeres, mostrándole a la prensa otro rostro. Visitó el Vaticano con el fin de explicarle a la curia y a su jefe Francisco por qué necesitaba esa bañera de lujo, tal vez para enjabonarse los pecados, en especial la codicia y la vanidad.
Lo triste de todo es que este comportamiento ha aumentado la apostasía entre los feligreses alemanes y europeos, un continente que atravesó una recesión que dejó a millones sin empleo y sin hogar.
Una palabra que ha repetido Francisco es solidaridad que, según él, en la crisis económica mundial corre peligro de ser eliminada del diccionario.
Lamentablemente, en muchos casos, la solidaridad va de la mano con la hipocresía. Ciertos curas, como dirigentes políticos, la usan de manera abusiva, haciéndose pasar por servidores de los débiles, “instrumentalizando a los pobres para sus intereses personales”.
La solidaridad debe comenzar en casa, como el mismo Francisco viene diciendo desde que, en marzo, asumió el papado. Los sacerdotes tienen la obligación de adaptarse a esta nueva era de conducta.
Hace algunos meses, Hernando Fajid, un curita de un cementerio de la ciudad caribeña de Santa Marta en Colombia, decidió vender su Mercedes Benz E200, de casi 70 mil dólares, al escuchar al papa Francisco, cuando dijo que “le dolía ver a los sacerdotes del mundo conduciendo autos ostentosos”. Aunque su actitud fue loable, salió con esta perla: “La solución de la pobreza no es responsabilidad de la Iglesia, es del Estado”. Hay que recordarle que la Iglesia hace parte del Estado, como cada uno de los clérigos y como también nosotros los ciudadanos.
Francisco tiene en sus manos una oportunidad para mostrar al mundo católico que su esperanzadora frase “Una iglesia pobre y para los pobres”, es verdad. Debe obligar al obispo alemán a corregir su despilfarro y sancionarlo públicamente para que de las palabras pase a los hechos.
Sin embargo, hay que considerar al Sumo Pontífice porque está librando una batalla contra una mafia incrustada en los muros vaticanos por siglos y frente a esta gente azufrada, llena de riqueza material y plagada de pobreza espiritual, tendrá que enfrentar grandes retos y peligros.