TEGUCIGALPA, HONDURAS.-“Voy a ir a verte, mamá, me voy a poner una mascarilla, te extraño mucho, ¿cuándo vas a venir?, mami, ¿con una mascarilla puedo ir?”, repetía con su tierna voz en una videollamada Andreíta, de apenas seis años de edad. Al otro lado de la línea, con un nudo en la garganta y a punto de quebrantarse, Andrea Urbina (29), enfermera de Cemesa, respira profundo, con mucho dolor en su corazón y el pecho oprimido alcanzó a decirle a su hija que la ama y que pronto van a poder estar juntas otra vez.
La comunicación terminó, otra vez entre lágrimas... La inyección de paz y amor en esa videollamada es el motor para que la enfermera pase otra noche sola en medio de cuatro paredes, con fiebre, vómito y un dolor de cabeza descomunal.
Urbina tiene Covid-19, el enemigo en sus pesadillas del que hablaba con sus compañeros de trabajo ahora es parte de su vida: “Siempre traté de mantener la calma y transmitirla a mi personal, pero por dentro me estaba quebrando, atemorizada”.
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La enfermera, originaria de La Ceiba, pero residente en San Pedro Sula desde hace tres años, ya había tenido contacto con la enfermedad cuando atendió días atrás a un paciente: “Tenía toda la sintomatología, la doctora me dijo: ‘Es Covid, es Covid, no tengo que ver la prueba’. Me temblaban las manos, tenía mucho temor de contagiarme”.
Y el miedo se volvió realidad. Sin saber cuándo se contagió, la joven enfermera comenzó a sentirse diferente: “No salí en mis días libres y comenzaba a sospechar que algo malo andaba en mí, presenté fiebre, vómito, dificultad para respirar, dolor de cabeza intenso que yo no había padecido y el 31 de marzo yo me presenté para recibir atención médica y tres días después me dieron el diagnóstico positivo”.
Aislada
Luego de varias semanas de aislamiento sola en su apartamento, la joven enfermera venció al Covid-19, ahora está de vuelta en su puesto de trabajo, atendiendo a los pacientes.
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Con el virus en su cuerpo, la muchacha empezó su aislamiento, una etapa oscura en su vida, pero que aprendió a llevar: “Lloré noches enteras, semanas con desequilibrio en el sueño, llanto, depresión, falta de apetito”.
A pesar de estar joven, el fantasma de complicarse rondaba su cabeza y más aun cuando pensaba en su hija: “Fue difícil, lo primero que pensé fue que no fuera avanzando, llegar a estar grave. Pensaba en mi hija. Si algo me llega a pasar, ¿qué va a ser de ella? Está pequeña, tiene seis años, depende de mí económicamente, emocionalmente, yo soy su mamá y la única que responde por mi hija. Cuando a uno le dan el diagnóstico a uno todo se le viene a la mente, desde la Unidad de Cuidados Intensivos hasta qué sé yo, el momento que uno puede dejar este mundo”.
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A las preocupaciones familiares se sumó el tema de la estigmatización por ser positiva del virus, “que los vecinos se dieran cuenta, me van a correr, no poder salir, temor de contagiar a alguien, pasan por la mente tantas cosas, yo decía que si a mí me llega a pasar yo no voy a pensar en lo peor, pero mentira”.
Pero durante el confinamiento no todo fue malo, sintió el cariño de sus compañeros, vecinos, amigos que le mostraron la mejor cara del la pandemia, que es la solidaridad entre hondureños: “La gente se acercaba en el portón, me dejaban bolsas de comida, eso a uno le inyecta ánimos, ver la solidaridad inyecta amor, estaban pendientes, dejaban alimento, cosas de uso personal, ver la solidaridad en la pandemia es motivante, hay gente muy buena”.
Ese amor le recordó su niñez cuando deseaba ayudar a las personas: “Por eso estudié enfermería, para dejar mi granito de arena en las personas y ayudarlas a salir de sus enfermedades”.
Los 21 días pasaron entre altibajos, viendo el techo, soportando la soledad, resistiendo el dolor, con comida pero sin apetito, con ganas de salir a trabajar pero con un dolor de cabeza capaz de doblar al más fuerte. Al final todo pasó y llegó el momento de volver al hospital, contrario a lo que muchos pensarían, la enfermera deseaba retornar, hablar con pacientes, demostrarles que se puede salir y desde ese momento no ha parado de llevar fe a los contagiados de Covid-19.
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“La verdad que nunca pensé en tirar la toalla o renunciar al trabajo, ansiaba que llegara ese primer día para regresar y lo recuerdo como si fuera ayer, regresé emocionada, entusiasmada de estar en mi sala, me recibieron con los brazos abiertos”.
Al estar de nuevo en la primera línea de emergencia, “el primer paciente que vi era originario de La Ceiba positivo por Covid-19, le dije: ‘paisano, usted va a salir adelante, míreme a mí, yo vencí a la enfermedad’. Era de la tercera edad, eso me motivó, ahora trato de mantener las medidas al pie de la letra para no volver a recurrir porque no sabemos si vuelve a pegar, es un virus muy fuerte”.
A sus compañeros les recuerda que ante todo deben ponerse en manos de Dios, pues él decide todo lo que va a pasar y no deben perder la fe en que van a estar bien y van a poder ayudar a sus pacientes. A su hija solo le resta decirle “que la amo y pronto vamos a estar juntas”.