TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Cada pedaleo lo aleja de su madre, una dama que permanece postrada, ella ya no camina por una lesión en su espalda provocada por un asaltante. Así lo cuenta Manuel, el pequeño que de 12 años conoció el trabajo y la responsabilidad vendiendo chocolates y goma de mascar en la calle.
Su madre una vez también fue comerciante, pero ya no genera ingresos. Reconoce que antes tenía vida mejor, pero todo se derrumbó cuando su padre se sumergió en el alcohol y los abandonó.
A sus oídos llegó el rumor de que su progenitor “ya no bebe” pero poco sirve que esté lejos del alcohol si también lo está de sus hijos.
Las ventas andan mal, ahora limpia vidrios por los bulevares, más que dinero recibe el mote de “muerto de hambre”, el desprecio ya no lo intimida, lo que le preocupa es conseguir dinero para la comida y si sobra, ajustar para reparar su bicicleta.
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Casi implora a los conductores para ofrecer sus servicios, la mayoría lo ignora.
Está en octavo curso, extraña a sus amigos, aseguró que, aunque ahorita “lo miren de menos”, algún día terminará sus estudios y se convertirá en empresario.
Mientras explica que tiene dos pares de zapatos, “los feos y los más feos”, sus compañeros de la calle encuentran alegría entre la adversidad.
En el grupo que converge de una media docena de barrios está Luis y su hermano Carlos, entre todos soportan las inclemencias de la pandemia y la temperatura.
Desde que abandonaron las aulas de clase, ahora no observan una pizarra y se concentran en los semáforos.
Practican matemática, suman con prisa o restan con calma vehículos y los pocos lempiras que reciben por su trabajo.
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Cuando llega la hora de almuerzo, entre bromas se comparten una bolsa de pan, ellos son los sin techo, los de estómago vacío, los que parecen una mentira pero son una realidad que respira.