TEGUCIGALPA, HONDURAS.-Eran las dos de la mañana, una mañana fría de enero, cuando una patrulla motorizada de la Policía se detuvo cerca de un poste de la energía eléctrica, cuya lámpara no servía, y el pasajero se bajó para ir a orinar en la sombra.
En eso estaba cuando, al reflejo del foco de la motocicleta, vio que algo brillaba a su derecha. Fue un resplandor plateado, claro, que llamó su atención. Al terminar, se quitó el casco, para ver mejor, y, entonces, el reflejo fue más intenso. Movido por la curiosidad, dio dos pasos hacia la derecha, y le dijo a su compañero:
“Alumbrame aquí que me parece que hay algo raro”.
El compañero giró la moto y un haz de luz llenó la acera por aquel lado. El policía se agachó para ver mejor, y dejó escapar un silbido.
“¡Un cuchillo con sangre!” –exclamó.
El otro policía se bajó de la moto.
“No lo toqués” –le dijo.
Era un cuchillo de unos veinticinco centímetros de largo, de punta aguda y afilada y de más de dos pulgadas de ancho al llegar al mango. Este era de madera y estaba pintado de negro, con remaches plateados.
Estaba en la acera, cerca de la pared, con la punta hacia el norte, y estaba manchado de sangre, ocre, espesa y abundante, que empezaba a coagularse.
“Eso es sangre humana” –dijo el primer policía.
“Puede ser” –aceptó el otro.
Hubo un momento de silencio. Los policías, entrenados para encontrar lo malo, fijaron la vista en la acera, y buscaron algo girando la cabeza despacio.
“Allí hay sangre” –gritó uno, de repente.
El otro fue hacia la moto, la puso frente a la acera y la luz del foco la iluminó de lleno.
“¡Y allí hay más!” –dijo el primero.
“Parece que aquí se echaron al plato a un cristiano”.
El primer policía se bajó de la acera y empezó a caminar despacio por la calle. Había más manchas de sangre, a veces, gotas pequeñas, a veces, algo más gruesas, mientras un hilo rojo se dibujaba en algunos trechos del concreto.
“Aquí hay huellas de un pie descalzo” –observó el policía.
“Y parece que se arrastra”.
“Eso significa que el que estaba herido caminaba mientras se desangraba”.
“Veamos hasta dónde llega la sangre”.
Siguieron las huellas quince pasos más, o casi quince metros, y llegaron hasta un recolector de basura. Cerca de aquí, había un lago de sangre, como si el herido se hubiera detenido por un momento mientras la sangre salía de sus venas y se acumulaba a sus pies.
El otro policía fue por la moto e iluminó aquel lugar. El primero rodeó el contenedor de basura, atrás de este estaba un hombre sentado, apoyada la espalda en una piedra. Estaba descalzo, bañado en sangre y con la cabeza sobre el pecho, tenía los ojos abiertos y la lengua saliendo entre los dientes. Vestía una camiseta negra y un pantalón azul, manchados de sangre. Estaba descalzo.
Un policía se acercó para tocarle la vena yugular.
“Parece que acaba de morir –dijo, volviéndose hacia su compañero–; está caliente, pero no tiene signos de vida…”.
“No veo que tiene heridas en el pecho” –comentó el otro.
Su compañero movió despacio el cuerpo y miró detrás de la espalda. Aunque la luz del foco de la motocicleta no era suficiente en aquel sitio, pudo ver una herida ancha en la parte izquierda de la espalda, un poco abajo del omóplato.
“Fue una sola cuchillada” –dijo.
“Con el cuchillo que está allá”.
“Así debió ser”.
“Hay que llamar a la DNIC”.
H-3
Eran los tiempos en que la Dirección Nacional de Investigación Criminal empezaba a desaparecer para dar paso a la nueva DPI o Dirección Policial de Investigaciones. Se habían hecho muchos cambios en la institución, gran parte de los investigadores habían sido depurados, la mayoría injustamente, esta es la verdad, y la investigación criminal cojeaba porque hacían falta aquellos hombres y mujeres que le dieron grandes glorias a la Policía de Investigación en Honduras. Gente que había sido entrenada por españoles, israelíes y agentes del FBI; gente capaz, sabia y comprometida. Por supuesto, había en la institución algunas manzanas podridas, pero ese no es el tema que nos interesa.
El equipo de agentes que llegó a la escena era uno de los mejores. Había trabajado resolviendo con éxito muchos casos emblemáticos, como el de Vicenzzina Trimarchi y el de Yadira Miguel, para mencionar algunos, pero ahora eran menos, y estaban desmotivados por lo que llamaban con absoluta razón “una cacería donde pagaban justos por pecadores”.
El H-3, que se había alejado de la investigación criminal después de un accidente, dormía esa madrugada cuando uno de sus compañeros lo llamó por teléfono.
“Mirá –le dijo–, hay un caso bonito, de esos que te pueden interesar… Sería bueno que vinieras a echarle un ojo a la escena”.
“¿Qué caso es?” –preguntó el H-3, entre los vapores del sueño.
“Mataron a un hombre de una cuchillada en la espalda. Dos motorizados encontraron el cuchillo bañado en sangre, a unos doce metros del cadáver”.
“¿Fue una sola cuchillada?” –preguntó el H-3, después de un bostezo.
“Sí, una sola”.
“Cuchillo grande, me imagino”.
“Sí, de unos veinte a veinticinco centímetros”.
“Como de carnicero, ¿verdad?”.
“Sí, como cuchillo de carnicero”.
“Y, la herida no fue inmediatamente mortal porque el cuchillo está a unos doce pasos del cuerpo, lo que quiere decir que caminó herido hasta el sitio donde murió”.
“Así fue”.
“Y es una herida en la espalda”.
“Sí, una herida grande en la espalda, abajo del omóplato…”.
“Del omóplato izquierdo”.
“Así es”.
“¿La víctima es un hombre alto?”.
“De un metro setenta y cinco, más o menos”.
“Y, ¿la herida es recta o de arriba hacia abajo, o de abajo hacia arriba?”.
“Pues, me fijé en ese detalle y me parece que es recta…”.
“Eso quiere decir que el cuchillo entró en el cuerpo a una altura de un metro cuarenta, o algo así, y que quien lo atacó es de baja estatura… Solo tiene una herida, ¿verdad?”.
“Sí, solo una”.
“¿Cómo está vestido el cuerpo?”.
“Camiseta y pantalón, y está descalzo”.
“¿Descalzo? ¿Está descalzo?”.
“Sí; descalzo”.
“Bueno, eso podría significar dos cosas, que le robaron los zapatos, aunque nadie roba zapatos y calcetines, a menos que sean de oro, o que acababa de llegar a su casa, se estaba quitando lo zapatos, se quitó los calcetines, y, tal vez, empezó a pelear, a discutir con alguien… Tal vez con la mujer, o, si es homosexual, pues, con su pareja…”.
Más
Hubo un momento de silencio. El H-3 bostezaba de nuevo mientras su compañero seguía sus explicaciones al pie de la letra.
“Mirá –siguió diciendo el H-3–, ese hombre, seguramente vive allí cerca, tal vez se dedica a la carnicería, porque ningún delincuente anda cargando encima un cuchillo de ese tipo para asaltar en las calles; lo más seguro es que el cuchillo era de su propiedad, que estaba en su casa, donde era usado en la cocina, y la persona que lo atacó vive con él…”.
El detective escuchaba en silencio. Cuando el H-3 hizo otra pausa, dijo:
“¿Estás seguro?”.
“Podría decir que sí –respondió el H-3, reteniendo otro bostezo–. Lo que tenés que hacer es ir a las casas cercanas…”.
“¿Ahorita, en plena madrugada?”.
“No vas a hacer un allanamiento. Solo vas a preguntarles a los vecinos si conocen a ese hombre. Y no los vas a molestar a todos. ¿No hay curiosos en la escena?”.
“No. No hay”.
“Pero, hay casas cerca, ¿verdad?”.
“Sí, claro”.
“Entonces debés estar seguro de que alguien conoce al muerto. Una vez teniendo el nombre, vas a saber dónde vivía, y bien podés ir a la casa… Si las cosas pasaron como te dije, allí vas a encontrar algún indicio, algo que te ayude a resolver el caso”.
“¿Qué imaginás que puedo encontrar?”.
“Mirá –dijo el H-3, después de una pausa–, uno de los graves problemas del que mata con cuchillo es que la sangre lo salpica, forzosamente. Y, si hay alguien en la casa, y ese alguien es el asesino, pues tal vez encontrás en él o en su ropa alguna salpicadura de sangre… Y, oíme bien, puede que el asesino sea una mujer, o sea, la mujer de la víctima. Si esto es así, fijate bien si el cuchillo fue lanzado después de herir a la víctima, o solo fue dejado caer. Si fue lanzado, tal vez no encontrés salpicaduras de sangre en la ropa, y, si lo tuvo en las manos, pues ya se las lavó”.
“¿Por qué decís que en la ropa?”.
“Porque si fue la mujer, no iba a salir desnuda a la calle persiguiendo al hombre con un cuchillote en la mano. Por lo general las mujeres duermen con buzo, y el buzo llega hasta los tobillos. Si dejó caer el cuchillo, vas a encontrar en el buzo de dormir unas gotas de sangre, eso es seguro, porque el cuchillo lo habrá dejado caer a sus pies después de darse cuenta de lo que había hecho…”.
“¿Por qué no venís a la escena?”.
“Porque ya te dije todo… Hacé lo que te digo, y hacelo rápido o la persona que mató a ese hombre ya no se va a encontrar en la casa”.
Nota final
El detective hizo tal y como le dijo el H-3, y un vecino reconoció al hombre muerto. Trabajaba en una carnicería, en un mercado de Comayagüela. Vivía solo con su mujer, llamada Yovana, una muchacha de unos veintidós años, y peleaban casi siempre porque a él le gustaban las mujeres y la bebida. Pero, cuando los detectives llegaron a la casa, un apartamento a la orilla de la calle, la puerta de entrada estaba abierta, adentro estaba a oscuras, y la mujer había desaparecido. En el único cuarto del apartamento encontraron un buzo gris, y tenía salpicaduras de sangre en los tobillos. Ella había dejado caer el cuchillo después de ver lo que había hecho. Todavía la buscan para que pague su crimen. Cuando la capturen, le esperan cuarenta años de cárcel por parricidio.
Después de colgar la llamada, el H-3 se volvió a dormir. Por desgracia, lo sacaron de la Policía, a pesar de que los altos jefes saben que dejaron ir al mejor de los detectives de investigación criminal: el gran H-3.